República Dominicana ha sido vendida al mundo como la joya del Caribe: playas infinitas, hospitalidad legendaria y crecimiento turístico sostenido. Sin embargo, detrás de la postal existe un país que comienza a resentirse estructuralmente. El turismo crece, sí, pero las ciudades colapsan; las inversiones llegan, pero el orden urbano se ausenta; las leyes existen, pero su planificación se divorcia de la realidad. Hoy, la perla del turismo comienza a mostrar grietas peligrosas.
La Ley 158-01 de fomento al desarrollo turístico, concebida para incentivar la inversión en polos turísticos mediante exenciones fiscales, cumplió su papel en su momento: atraer capital, dinamizar economías locales y posicionar al país en el mapa global. No obstante, más de dos décadas después, la norma ha sido aplicada con una lógica de expansión sin frenos, sin una actualización profunda que integre sostenibilidad urbana, capacidad vial, acceso a servicios públicos y equilibrio territorial. Se construye donde hay playa, pero no donde hay hospitales, escuelas, vías de acceso ni sistemas de transporte masivo.
El resultado es evidente: congestionamiento urbano crónico, especialmente en Santo Domingo, Santiago, Punta Cana–Bávaro, La Romana y Puerto Plata. Lo que antes era crecimiento hoy es saturación. Horas perdidas en tapones, colapso del drenaje pluvial, presión sobre el suministro de agua, desplazamiento de comunidades, encarecimiento del suelo y una calidad de vida en retroceso. El turismo no puede seguir creciendo sobre una infraestructura que no da abasto ni para los propios residentes.
Aquí surge una contradicción peligrosa: el Estado promueve grandes desarrollos turísticos sin exigir, con igual fuerza, infraestructura urbana integral, sistemas de movilidad eficientes y planificación metropolitana real. Se aprueban torres, hoteles y complejos sin garantizar vías alternas, transporte colectivo digno, estacionamientos estructurales o redes de saneamiento modernas. La ciudad paga el costo del desorden mientras el capital captura el beneficio.
El congestionamiento urbano ya no es un problema de tránsito: es un problema de productividad nacional, de salud pública, de desgaste social y de seguridad ciudadana. Un país que pasa horas detenido en el tráfico es un país que pierde competitividad, creatividad y bienestar. Y ningún destino turístico es sostenible si su población vive asfixiada.
La ley turística no puede seguir operando como si el territorio fuera infinito. Es urgente una revisión estructural del modelo: que cada incentivo esté condicionado a obras viales reales, a planes de ordenamiento territorial vinculantes, a la protección de comunidades y a estudios serios de impacto urbano. No basta con atraer inversión; hay que gobernar su impacto.
República Dominicana no está colapsando por falta de riquezas, sino por falta de planificación. No por ausencia de leyes, sino por su aplicación desconectada del interés colectivo. El turismo no debe convertirse en una fuerza que expulsa, satura y desequilibra, sino en una palanca de desarrollo humano real.
Porque un país que solo crece hacia arriba, sin orden hacia los lados, termina por desplomarse desde adentro. Y hoy, con tapones interminables, ciudades desbordadas y servicios al límite, hay que decirlo claro: la perla del turismo no aguanta mucho más bajo este modelo.
Lic. Jeremy Jiménez Olivero
Abogado, político y escritor, con máster en Derecho Internacional y doctorando en Historia del Caribe.
Ex precandidato a diputado por la Fuerza del Pueblo, columnista de El fresco Diario y presidente de la Fundación de Apoyo Social contra la Pobreza.
Ha sido asesor jurídico del Centro de Operaciones de Emergencia y del sistema de seguridad portuaria.
Vocero de la Juventud del Partido de la Fuerza del Pueblo.
Si quieres, puedo prepararlo también en formato de columna estándar para prensa o con estilo más narrativo.