
Por Gabriel del Gotto
En la República Dominicana, los presidentes no caen por la oposición.
Caen por algo más íntimo y devastador: su propia familia.
Cuando la corrupción lleva el mismo apellido que la banda presidencial, deja de ser un caso y se convierte en una sentencia.
No se juzga un contrato: se juzga la credibilidad entera de un gobierno.
En tiempos de Trujillo, la corrupción familiar no se ocultaba: era el sistema.
La familia gobernaba a plena luz porque nadie podía nombrar el abuso.
Luego vino Balaguer, que perfeccionó el silencio.
Si algún pariente se excedía, el rumor desaparecía antes de hacerse noticia.
Era un pacto tácito: mientras se mantuviera la calma, la intimidad del poder quedaba fuera de la conversación nacional.
Ese mundo se acabó.
Con la apertura democrática y la era digital, la política perdió sus cortinas.
Lo que antes moría en los pasillos ya se graba en un teléfono y se difunde en segundos.
La familia presidencial dejó de ser intocable: se convirtió en tema de debate público y de juicio popular.
El primer golpe lo sintió Leonel Fernández.
En 2013, Nuria Piera reveló que sus hermanas, Janet y Kirsis, estaban vinculadas a empresas que recibieron contratos millonarios del Estado.
Leonel no fue acusado, pero su apellido apareció junto a la palabra “corrupción” por primera vez.
Fue el inicio de una nueva era: la política dominicana descubrió que la modernidad no solo traía discursos y obras, sino también una transparencia que podía desnudar al poder.
El mito del líder intocable se resquebrajó, y con él comenzó un escrutinio público sin precedentes.
Con Leonel, la herida fue mediática.
Con Danilo Medina, fue terminal.
Meses después de dejar el poder, sus hermanos Alexis y Carmen Magalys fueron arrestados en la Operación Antipulpo, acusados de dirigir una red de tráfico de influencias durante su gobierno.
El país vio, en vivo y en directo, a la justicia tocar la sangre presidencial.
Esa imagen no solo hundió a Danilo: sepultó veinte años de hegemonía del PLD.
Y la sombra no terminaba en los hermanos Medina.
El cuñado de Danilo, Maxy Montilla, extendió su influencia al sector eléctrico, acumulando contratos millonarios con las distribuidoras y ampliando la mancha del apellido presidencial.
La idea de que el poder era un patrimonio familiar dejó de ser rumor para convertirse en evidencia pública.
Luis Abinader llegó a la presidencia con esa memoria fresca.
Sabe que cualquier sombra sobre los suyos puede devorar su legado.
Ha elegido un camino distinto: exponer en lugar de encubrir.
Esa decisión le da credibilidad, pero también lo deja sin blindaje.
Cada caso que lleva a la luz fortalece su relato, pero también puede volverse contra él.
El caso SeNaSa lo demostró: fue su propio gobierno quien llevó el expediente a la Procuraduría.
La transparencia ilumina… pero también quema.
En este país, el pueblo puede perdonar errores, crisis y promesas rotas.
Lo que no perdona es la sensación de que la familia presidencial cobra por encima de la ley.
Por eso, cuando la corrupción lleva el apellido del presidente, deja de ser un proceso judicial: se vuelve símbolo.
Y los símbolos no se entierran fácilmente.
Trujillo gobernó con miedo.
Balaguer con silencio.
Leonel con discurso.
Danilo con negación.
Abinader eligió la luz.
Porque aquí, los presidentes no caen por sus adversarios.
Caen por los suyos.