
Durante décadas, la diáspora dominicana ha sido el pilar de la resiliencia nacional: enviando remesas que mantienen a las familias a flote, construyendo hogares y nutriendo pequeñas empresas. Estos actos de amor sostienen comunidades enteras, pero el verdadero potencial del capital de la diáspora sigue sin aprovecharse. Mientras la República Dominicana (RD) avanza con fuerza —ostentando el mayor crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) del Caribe, un turismo récord y una inversión extranjera directa (IED) sin precedentes—, nos encontramos en una encrucijada. Con un renovado voto de confianza de la comunidad financiera internacional, el momento de actuar es ya.
La reciente mejora de la calificación crediticia de la República Dominicana por parte de Moody´s a Ba2, con perspectiva estable, marca un punto de inflexión. Este reconocimiento refleja el sólido crecimiento económico del país —un promedio del 5% anual durante los últimos quince años—, junto con su diversificación productiva y los avances institucionales y fiscales. En términos prácticos, es una señal de que la República Dominicana se acerca a convertirse en un mercado plenamente “invertible” según los estándares institucionales globales.
El momento de invertir es ya, precisamente porque la ventana de oportunidad antes de alcanzar ese estatus se está cerrando. Una vez que la RD sea universalmente reconocida como “invertible”, los mejores rendimientos ajustados al riesgo habrán sido capturados por quienes supieron tirarse su potencial a tiempo. Esta es nuestra oportunidad de dirigir el capital que moldea el futuro de la nación, asegurando que los dividendos del crecimiento se compartan y se arraiguen en nuestra propia tierra.
Hoy, la mayoría de las inversiones de la diáspora están fragmentadas: remesas dispersas, compras inmobiliarias aisladas o apoyo a pequeños negocios familiares. Si bien estos esfuerzos tienen beneficio, palidecen frente a las macrooportunidades que ofrece la economía dominicana. El turismo, por ejemplo, requiere miles de millones en infraestructura para sostener su contribución de alrededor del 20% al PIB. A la par, los sectores inmobiliario y de nearshoring demandan capital fresco. Con frecuencia, los grandes proyectos son financiados por actores externos cuyas ganancias finalmente abandonan el país, dejando beneficios locales limitados.
Para aprovechar este momento, debemos pasar de invertir por sentimentalismo a invertir con estrategia. El patriotismo financiero no es caridad: es la asignación de capital más inteligente que puede hacerse. Imaginemos fondos comunes financiando complejos turísticos en zonas emergentes como Miches —no solo compras de apartamentos—; brazos de venture capital respaldando startups dominicanas que escalen soluciones tecnológicas y logísticas; o fondos de infraestructura invirtiendo en las carreteras que conectan regiones productivas con los puertos.
Esto no es teoría: es economía aplicada. Cuando el turismo representa el 20% del PIB, cada millón de dólares invertido en hoteles genera más de 120 empleos. Cuando se amplía el Aeropuerto de Punta Cana, el beneficio de la tierra circundante puede multiplicarse entre 200 % y 300 %. Nuestra diáspora podría capturar parte de esas ganancias mientras acelera el desarrollo nacional.
El desarrollo sostenible requiere más que proyectos aislados: necesita la infraestructura que los hace posibles. Esto implica ir más allá de financiar un resort para invertir en carreteras, transporte y servicios públicos que transforman regiones enteras. Los fondos de infraestructura pueden financiar las vías que conectan los centros agrícolas con los puertos, los sistemas de metro que reducen la congestión urbana y las redes energéticas que impulsan los nuevos parques industriales. No se trata solo de concreto y acero: son las arterias del crecimiento económico, generando un efecto multiplicador de oportunidades por décadas.
Este enfoque contrasta con el de muchos inversionistas externos, enfocados en retornos rápidos sin compromiso duradero con el entorno local. Su capital se retira al concluir el proyecto; en cambio, las inversiones respaldadas por la diáspora son permanentes, reinvirtiendo utilidades en nuevas obras y asegurando que los dividendos del progreso se queden en casa.
Críticamente, este modelo está diseñado por y para dominicanos, con el éxito ligado al bienestar de la comunidad. Se apoya en alianzas locales sólidas —con empresas constructoras, desarrolladores y líderes comunitarios— que garantizan proyectos financieramente viables, culturalmente coherentes y socialmente responsables. Así, las inversiones generan beneficios tangibles para las economías locales y ganan el apoyo de las comunidades donde operan.
Los modelos de inversión liderados por la diáspora, como los que impulsa Agallas Equities, están creando vehículos de inversión de grado institucional, anclados por capital dominicano en el exterior, para enfocar recursos en sectores de alto impacto. La visión combina patriotismo y rentabilidad, sustentada en tres pilares: diligencia debida rigurosa, asociaciones locales auténticas y estrategias de salida que reciclan el capital hacia nuevos proyectos nacionales.
Esto es más que negocios: es una reivindicación del poder económico. Se trata de invertir no solo en la República Dominicana, sino a través de ella, transformando la herencia en un legado de prosperidad y empoderamiento compartidos. El ascenso de la República Dominicana es innegable, pero requiere capital coordinado y comprometido con la comunidad para dar el salto del crecimiento a la grandeza. Es hora de que nuestra diáspora dé ese paso:
· De remesas dispersas a fondos estructurados
· De compras aisladas a proyectos de desarrollo
· De ayuda a corto plazo a creación de riqueza generacional
Este es el llamado a la acción: inviertan en el futuro que imaginan, una inversión que ofrece rendimientos personales mientras forja un legado nacional.