
A raíz de la reciente clausura de la Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2025, sin entrar en los balances de rigor, resulta oportuno reflexionar sobre el devenir de la literatura dominicana contemporánea y las voces que top la representan.
La literatura dominicana atraviesa un momento de rara madurez. En medio de un panorama cultural fragmentado, los escritores del país han logrado algo que parecía imposible hace apenas unas décadas: construir una literatura plural, consciente de su historia y capaz de dialogar con el presente, sin servilismos ni complacencias.
Esa madurez no surgió de la nada. Es fruto de una herencia silenciosa que arranca en los años cincuenta y sesenta, cuando poetas como Manuel Rueda, Freddy Gatón Arce, Jeannette Miller, Soledad Álvarez y Mateo Morrison abrieron un territorio de reflexión y rigor formal que sigue marcando el tono de nuestra palabra escrita. Rueda nos legó una musicalidad verbal de raíz mística; Gatón Arce, la lucidez moral del poeta que piensa; Miller y Álvarez, la conciencia de género y la mirada crítica sobre la cultura; Morrison, la voz civil del compromiso. Aquella generación entendió que la literatura no es una ornamentación del lenguaje, sino una forma de conocimiento del país y de sí mismos.
En la narrativa, el tránsito fue igualmente fecundo. Marcio Veloz Maggiolo, Hilma Contreras y René del Risco Bermúdez consolidaron una prosa de introspección ética, una mirada hacia lo humano en medio de la turbulencia social. A partir de ellos se edificó una tradición que hoy florece con nombres que han sabido reinterpretar la herencia: Pedro Antonio Valdez, José Alcántara Almánzar, Gustavo Olivo Peña o Francisco Ortega Polanco.
Olivo Peña, primero con “Un hombre discreto y otras historias” y más recientemente con “Desde un costado de la (des)memoria”, ha devuelto al cuento dominicano la dignidad de la conciencia; sus relatos son pequeñas parábolas sobre la justicia, el poder y el olvido. De su parte, Ortega Polanco, en “El olor de la tierra”, eleva el paisaje rural a categoría moral: la tierra respira como un personaje más, y el silencio es la medida de la culpa. Ambos trabajan desde una ética sin estridencias, donde la palabra pesa porque está medida y pensada.
Sin embargo, junto a esa línea de contención moral, otra corriente más irreverente y urbana ha ido ganando terreno. Autores como Frank Báez, Rita Indiana Hernández, Homero Pumarol o Giovanny Cruz se atrevieron a romper la solemnidad del canon, incorporando el habla cotidiana, la ironía y el ritmo de la calle. En sus textos la poesía se mezcla con la crónica, el humor con la crítica cultural. Su mérito es haber hecho visible otra República Dominicana: la del desencanto, la de la supervivencia cotidiana, la que suena a dembow, a jazz o a perico ripiao’ en el mismo verso.
Entre esas dos corrientes —la ética y la experimental— se alza la figura central y unificadora de José Enrique García, maestro de generaciones. Su obra poética (“Cuerpo memorable”, “Cenizas del tiempo”, “El fabulador y otros poemas”) y narrativa (“Cuentos del otro”) encarna la fusión entre pensamiento y emoción, entre claridad y misterio. García ha sido, además, el formador silencioso de muchos de los nombres más importantes de hoy: de Homero Pumarol a Francisco Ortega, y de muchos otros jóvenes poetas y narradores, que aprendieron con él que la literatura no se improvisa, sino que se trabaja palabra a palabra. Su magisterio representa el puente entre los escritores de la segunda mitad del siglo XX y los del siglo XXI.
En la poesía actual conviven varias almas. José Mármol continúa la tradición reflexiva del pensamiento poético; León Félix Batista explora el lenguaje como instrumento de revelación; Rossy Díaz y Soledad Álvarez reivindican una voz femenina capaz de unir intimidad y crítica cultural. En cambio, Báez, Pumarol y Rita Indiana escriben desde el vértigo urbano, donde el poema se convierte en grito, ritmo o performance.
No quiero cerrar esta revisión de las voces dominicanas sin mencionar dos que particularmente me han sorprendido en los últimos meses y a quienes debemos prestar especial atención: Ana Almonte, con su novela “Luces de Alfarero”, una obra de corte poético donde no hay escenas fortuitas ni personajes vacíos; y Duleidis Rodríguez, autora del poemario “Diré Fuego”, donde se reconoce, desde el primer verso, una voz lúcida y sensual, enraizada en la feminidad.
La diversidad es tal que ya no se puede hablar de una escuela ni de una generación: la poesía dominicana es hoy un coro de diferencias, y en esa diferencia reside su fuerza. Tres grandes temas atraviesan toda esta literatura reciente: la memoria, como forma de resistencia ante el olvido; la diáspora, que redefine lo dominicano más allá de la isla; y el cuerpo, convertido en espacio político, poético y de identidad.
Esos tres ejes, memoria, migración y cuerpo, son el triángulo vital de la nueva sensibilidad literaria del país.
La literatura dominicana actual, en definitiva, no busca redención ni consuelo: busca comprensión. Comprender la historia que nos formó y los silencios que nos habitan. Esa búsqueda, a veces ética, a veces estética, pero siempre humana, la vuelve profundamente viva.
Nunca habíamos tenido tantas voces dialogando entre sí, ni tanta conciencia de que escribir desde esta isla o desde su diáspora es una forma de pensar el mundo. Por eso, más que hablar de un “renacimiento”, deberíamos hablar de una madurez conquistada: la de una literatura que, entre la memoria y el desencanto, se atreve a mirarse en el espejo del país sin temer lo que ve.