República Dominicana vive atrapada entre tres adicciones que la consumen: la del azar, la del alcohol y la de la apariencia.
Un pueblo que juega para olvidar su frustración, bebe para anestesiar su realidad y se exhibe en redes para disfrazar su vacío.
Una juventud líquida que vive de ilusiones digitales y una élite que observa desde su burbuja cómo el país se descompone sin rumbo.
En ningún país que aspire al desarrollo hay más bancas de lotería que escuelas. Aquí sí.
Con más de 10 mil millones de pesos mensuales gastados en juegos de azar, la ludopatía se ha convertido en parte del ADN nacional.
Cada banca es un refugio frente a la frustración colectiva y una fuente silenciosa de adicción, lavado de dinero y evasión.
Pero el juego no es el único escape. El alcohol se ha convertido en otra válvula de escape masiva frente a la desesperanza.
En República Dominicana se consumen más de 4.6 millones de botellas de cerveza cada día, lo que equivale a más de 32 millones por semana y casi 1.7 mil millones al año.
La gente bebe para olvidar los problemas, para evadir la rutina, para fingir alegría o ahogar la tristeza.
El alcoholismo, como la ludopatía, se alimenta del mismo mal: la frustración social y la falta de futuro.
El Estado lo sabe, pero prefiere recaudar impuestos antes que enfrentar la podredumbre, legitimando un negocio que destruye familias y valores.
Así, el vicio se institucionaliza y la complicidad se convierte en política pública.
No es un mal reciente. Es una enfermedad estructural del Estado dominicano: un modelo que enseña a depender y no a progresar.
Gobierno tras gobierno se repite la misma receta: subsidios, bonos y dádivas que mantienen al pueblo tranquilo, pero pobre.
El ejemplo más reciente, la Tarjeta Joven, es otra expresión del populismo asistencial que no crea oportunidades, sino dependencia.
Y mientras se regala dinero, crece la deuda y cae la inversión de capital, colocando al país en una camisa de fuerza fiscal y productiva.
El pueblo vive del subsidio, el gobierno del préstamo y el desarrollo del discurso.
Mientras tanto, una juventud líquida se educa en redes sociales, donde el éxito se mide en likes y no en méritos.
Influencers venden una vida falsa de lujo y fama, y muchos jóvenes terminan creyendo que el dinero fácil sin importar su origen es la única salida.
Nadie quiere hacer la fila ni agotar procesos. Prostitución, narcotráfico, fraude o corrupción: todo vale si hay “resultado”.
Y mientras la sociedad se vacía, las élites económicas y políticas miran hacia otro lado, desconectadas del dolor real.
Celebran el crecimiento del PIB, pero ignoran el deterioro moral y emocional de la nación.
Olvidan que los pueblos no se gobiernan solos, y que cuando la desesperanza madura, el miedo desaparece.
Los países no se derrumban de un día para otro: se pudren por dentro.
Hasta que un día, la indignación se convierte en motor y la historia se escribe con fuego.
Porque cuando el pueblo ya no tiene nada que perder, los poderosos descubren demasiado tarde que también ellos formaban parte de la baraja.
El futuro no se juega, no se bebe y no se aparenta: se construye.
Por Elvin Castillo