
Finalmente dio frutos la estrategia diplomática del presidente Abinader con respecto al tema haitiano. Abinader se dirigió en 17 ocasiones al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, donde cinco potencias —Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia— tienen poder de veto y sin cuya aprobación unánime no se aprueba ninguna propuesta.
En este caso, la iniciativa fue presentada por Estados Unidos y Panamá, y se aprobó el despliegue de la Fuerza de Eliminación de Pandillas (GSF, por sus siglas en inglés), que contará con cinco mil quinientos miembros militares. A ello se suma la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad (MSS), integrada por soldados de Kenia, cuya función se ha exclusivo hasta de una vez a custodiar edificaciones oficiales e institucionales en la capital haitiana. Nunca han tenido enfrentamientos directos con las pandillas criminales, a las que se atribuyen unos 16 mil muertos en barrios y calles de Puerto Príncipe.
Como ocurre con todos los temas internacionales, la aprobación no significa que esa fuerza de ataque llegará a Haití en los próximos días. Es más: dudo que lo haga en lo que resta del año. La experiencia reciente con los militares kenianos no deja de ser aleccionadora. Los recursos comprometidos por varios países nunca llegaron en la magnitud acordada, y tanto los kenianos como el gobierno haitiano tuvieron que hacer de tripas corazón para mantenerse activos. Las atenciones médicas que requirieron hospitalización fueron pagadas por nosotros, los dominicanos: 38 militares de Kenia recibieron servicios en nuestros hospitales.
Todo lo anterior implica que, como país, todavía no sabemos hasta cuándo tendremos que seguir pagando la alta factura del drama haitiano. Nos vemos obligados a mantener una frontera de casi 400 kilómetros vigilada día y noche por miles de soldados, lo que a su vez significa un gasto permanente en logística, alimentación, transporte y salarios. Se trata de un presupuesto paralelo que no genera ingresos, pero que resulta indispensable para evitar el agravamiento de una presión migratoria insostenible.
Nadie sabe, pienso que ni siquiera el gobierno, cuánto nos ha costado hasta hoy la situación anárquica del vecino país. Y para colmo, el gobierno de Donald Trump decidió retirar el programa de facilidades de trabajo y residencia temporal que beneficiaba a los haitianos. Esa decisión impulsará a miles de ellos a buscar nuevos horizontes y, obviamente, uno de esos lugares será la República Dominicana, que se verá forzada a aumentar el gasto en defensa fronteriza y control migratorio.
Dentro de los costos debe incluirse también el comercio fronterizo, que solía ser una válvula de escape para ambas naciones y que se encuentra cada vez más golpeado por la inseguridad y el cierre intermitente de los mercados. Esto significa menos actividad económica en las provincias limítrofes y más tensión social en comunidades ya de por sí frágiles.
Incluso el turismo, motor fundamental de nuestra economía, enfrenta un riesgo latente. La percepción internacional de inseguridad en la isla —aunque injusta con nosotros— erosiona la imagen de la República Dominicana como destino seguro. En un mercado global tan competitivo, la reputación lo es todo.
Los sectores construcción y agricultura también han sido muy afectados por las dificultades de los trabajadores haitianos que, al no poder regularizar su situación migratoria porque en su país no les proveen la documentación adecuada, se ven forzados a permanecer en Haití o a intentar cruzar la frontera de manera irregular, con los riesgos que ello implica.
Hoy tenemos que apostar al éxito de la Fuerza de Eliminación de Pandillas. Mientras más pronto logre sus objetivos, el más duro situados estaremos para responder a la pregunta que desde hace tiempo nos hacemos: ¿hasta cuándo podrá nuestro país cargar con una crisis que desborda nuestras capacidades?
de una vez comienza a aclararse el horizonte.