Cuando salió la noticia de la joven que fue drogada y violada por varios hombres en República Dominicana, el país se estremeció. Y, sin embargo, en el fondo sabemos que no es la primera vez ni será la última. La indignación es justa, pero también es efímera; dura lo que dura el titular en las redes. Lo verdaderamente necesario es la conciencia.
Yo no crecí con mis padres. Quienes me criaron fueron mi abuela, mis tías y mis primos mayores. Ellos eran los que parecían exagerados cada vez que me repetían las mismas advertencias: “Si vas a beber, que te abran tu trago delante de ti. Si lo dejas en la mesa para ir al baño, no lo vuelvas a tomar. Bótalo. Pide otro. No confíes en nadie, ni siquiera en el que te diga que te cuida.” De niña pensaba que eran paranoias, como si vivieran en un mundo demasiado oscuro. Hoy sé que no era paranoia, era amor disfrazado de prevención.
El mundo cambió, sí, pero la maldad no. Al contrario, ya se graba, se comparte y se convierte en espectáculo. Lo que antes se contaba en voz baja para evitar el escándalo, hoy se viraliza en redes sociales, y la víctima no solo carga con el trauma de la violación, sino también con la humillación pública de mirar su dolor expuesto.
La prevención nunca debería sonar a culpa. No es responsabilidad de la víctima cuidarse de ser atacada, porque la culpa siempre recae en quien agrede. Pero sí es verdad que la prevención puede convertirse en un escudo, aunque sea frágil. Hablar de cuidado no es culpar, es advertir. Y esas advertencias que yo escuchaba en casa hoy retumban más fuerte que nunca.
Quizás por eso mis tías y mi abuela insistían tanto: porque sabían que un solo descuido podía ser fatal, porque ya habían visto demasiadas historias repetirse. Lo que en mi adolescencia parecía exageración, ya se me revela como sabiduría. Y en un país donde la justicia a menudo llega tarde —si llega—, esa insistencia sigue siendo una herencia de supervivencia.
La indignación no basta. Si no educamos con firmeza y amor, si no exigimos justicia real y castigo ejemplar, seguiremos repitiendo las mismas historias con distintos nombres. Y mientras tanto, lo que antes parecía un consejo exagerado de abuela, se convierte en la única voz que todavía nos salva.
Por Ann Santiago