España celebra 50 años del final de la dictadura de Franco. Le llevamos diez años más de democracia y, sin embargo, los españoles lograron en una generación lo que aquí aún vemos como una meta distante: instituciones confiables, una economía más productiva, servicios públicos que funcionan y una sociedad que se reconoce a sí misma como moderna. El contraste duele porque desmonta la fantasía muy dominicana de creer que el tiempo, por sí solo, nos acercará al desarrollo.
España hizo algo que no hemos hecho: pactó en serio. Su transición fue política e institucional. Blindaron la justicia, profesionalizaron la administración pública, fijaron reglas claras y las hicieron cumplir. Nosotros seguimos atrapados en la cultura del parche, en reformas incompletas que se deshacen con cada cambio de gobierno. Así no hay Estado que madure.
Otra diferencia es el modelo productivo. España se subió al tren de Europa y apostó por la productividad, la educación técnica y la industria moderna. Nosotros crecimos, sí, pero apoyados en sectores que no multiplican salarios y con dificultad para moverse hacia actividades de mayor beneficio agregado. Crecemos mucho, pero progresamos poco.
España fortaleció su clase media y expandió oportunidades. Nosotros todavía convivimos con una informalidad que aplasta ingresos, una educación rezagada y barrios donde el Estado llega a medias. Capital humano sin impulso es país sin futuro.
Está el papel de las élites. Allá entendieron que abrir la economía, competir y regular con firmeza era la única forma de avanzar. Aquí demasiados poderosos viven cómodos en un orden que les favorece.
La democracia dominicana es más longeva, pero la modernidad no la da el calendario: viene con voluntad colectiva. Esa es la tarea que aún no hemos terminado.