24 horas a la sombra de un feminicidio inminente en Bogotá



Sentada en el despacho de una comisaría de familia del noroccidente de Bogotá, una mujer de 24 años tiembla de pies a cabeza al hablar del hombre que casi la mata hace menos de una semana. Su madre le sostiene una de las piernas y llora con la cara cubierta por una mascarilla. La última de sus siete hijos, Laura Beltrán*, espera recibir protección de las autoridades y denunciar al novio que la ha violentado desde que tenía 13 años. El mismo que el pasado fin de semana, sostiene Laura, provocó un incendio en el apartamento que compartía con la joven, con la firme intención de acabar con su vida.

Aunque logró salir ilesa y evitar una catástrofe en el edificio residencial, Beltrán tuvo que huir solo con lo puesto, luego de que su agresor destrozara muchas de las pertenencias por las que había trabajado desde que era niña. “Alcanzó a quemar el televisor y mucha de la ropa”, cuenta la joven de rostro infantil, mientras aprieta los nudillos.

“No quiero ver a mi hija muerta”, prosigue su madre, Ruth Castro*, con la respiración entrecortada. Los quejidos de ambas inundan la oficina, oscura y cargada de carpetas. Un lugar desangelado en el que Castro reza con la cabeza vuelta hacia el techo, esperando que ese despacho le salve a la hija que ya no sabe cómo proteger. Beltrán se ha convertido en el objeto de obsesión para un hombre de 30 años que, según ella, le ha hecho promesas de amor y de cambio, pero que también le ha dicho que prefiere morirse a dejarla libre. “Me dice que es mejor que nos entierren a los dos, antes de que yo lo deje”, comenta a la mujer. Su relato bien podría equipararse a la historia de las 665 mujeres fichadas por Medicina Legal en Bogotá que tienen a potenciales feminicidas respirándoles en la nuca.

Para personas ajenas al ajetreo del recinto, la escena familiar podría parecer insólita, pero entre esos muros la narración de Beltrán no despierta sorpresa. Todos los días, entre las casi 600 personas que acuden a las 22 comisarías de Bogotá, en promedio 140 denuncian “violencia intrafamiliar” (violencia machista). De esas, más de más del 77% son presentadas por mujeres. El brote de agresiones en la capital se traduce en feminicidios. Hace solo dos semanas, Bogotá vio morir a tres mujeres en menos de 36 horas. Sus nombres eran Natalia Vásquez, Stefanny Barranco y Celeste Morales. Esta última era una niña de apenas tres años que fue violentada y asesinada por su padrastro, y cuya muerte entraría en la categoría de feminicidio infantil.

Castro reza para que su hija no se sume a esas estadísticas. A unos ocho kilómetros del despacho donde presentan la denuncia, en la comisaría de familia de la localidad de Fontibón, tres jóvenes escuchan historias parecidas a las de Beltrán todos los días. Dos son trabajadoras sociales; la restante es psicóloga. Son las operarias telefónicas de la línea púrpura o ‘Una llamada de vida’, un mecanismo de la Secretaría Distrital de Integración Social para atender a las víctimas de violencia machista. La mayoría de las llamadas que recibe el 601-3808400 proceden de los hospitales de la ciudad, desde donde reportan las agresiones a mujeres que buscan atención en salud por cortes, quemaduras o heridas de bala. Las lesiones, en muchos casos, son propinadas en presencia de sus hijos u otros familiares menores de edad.

Esos relatos eran muy difíciles de escuchar para Lizeth Cristancho, de 25 años, Fernanda Castañeda, también de 25, y Erika Hernández, de 27, pero ya se han convertido en historias cotidianas. Un corte en las piernas hecho con unas tijeras, una herida de bala en los muslos, el corte de un cuchillo en el abdomen, o todas las amenazas e insultos posibles son anotaciones frecuentes que hacen de las llamadas que reciben. Con menos de 30 años, han escuchado de viva voz los límites más infames de la crueldad familiar. “A veces uno se carga mucho con las denuncias, pero cada vez es más difícil sorprenderse”, señala Cristancho, madre de un bebé de apenas 11 meses.

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Solo ellas tres atienden el único canal telefónico al que llegan las llamadas que denuncian violencia machista, y son ellas quienes dirigen a las denunciantes hacia las más de 30 comisarías de familia de Bogotá, usualmente las de localidades más empobrecidas de la ciudad como Ciudad Bolívar, Bosa, Kennedy y Usme.

La que manejan es la única línea desde la que se pueden establecer medidas de protección para las víctimas de agresiones. ‘Una llamada de vida’ activa las rutas de atención para que las víctimas reciban la atención requerida, y muchas veces necesitan ayuda que va desde la seguridad hasta lo financiero, pasando por el apoyo emocional. En el caso de Beltrán, su familia tiene una delicada situación socioeconómica que le ha impedido a Castro auxiliar a su hija en muchos de los momentos en los que la ha necesitado. “A veces me desespero porque no tengo ni para un bus con el que pueda ir a ver cómo está”, comenta, evadiendo la mirada.

Las operarias de ‘Una llamada de vida’ intentan aligerar esas historias con chistes y anécdotas en los momentos en los que el teléfono deja de sonar. “Si no hablamos entre nosotras, nos cargamos mucho”, apunta Hernández. Las tres suelen ser un primer filtro en el proceso de las denuncias por violencia o el seguimiento del incumplimiento de las medidas de protección, y son conscientes de que las víctimas dependen de muchas otras instituciones para estar protegidas. “Tenemos que articularnos con entidades como la Secretaría de la Mujer, la Policía, la Fiscalía y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar para garantizar los procesos”, explica Alejandra Jiménez, comisaria a cargo de la operación de la línea y jefe de las tres operarias. Si la cadena de cooperación entre las autoridades se rompe, los casos pueden quedar en el limbo. “En ocasiones es difícil llegar a la instancia de capturar a los agresores o aplicar las sanciones penales”, explica Jiménez, quien desde hace tres décadas lidia con casos de violencia machista desde la Defensoría del Pueblo y la Secretaría de Integración Social .

Los errores en el seguimiento de los casos y el trabajo conjunto complican situaciones como las de Beltrán. Poco después de que cumpliera la mayoría de edad, su madre intentó interponer una denuncia penal por los ataques de su yerno hacia su hija, pero el reporte nunca surtió efecto y dejó a Castro sin soluciones. Solo le quedaron cuatro hojas de papel para probar las intenciones de ayudar a su hija. “En Fiscalía y Medicina Legal me dijeron que no podía hacer nada porque mi hija era mayor de edad. Además, la policía varias veces me ha dicho que en líos de pareja ellos no se meten”, cuenta la madre con el rostro surcado por la desesperación.

Rocío Puerta, una de las comisarias encargadas del despacho en el que Beltrán presenta su denuncia, considera que las bases de la violencia machista en Bogotá no están lo suficientemente atendidas, y por eso sigue en ascenso. “Nos hace falta trabajar en la reparación de las víctimas y las familias, en la atención de la salud mental de víctimas y victimarios para que las relaciones puedan trasformarse”, apunta la experta en derecho de familia. Señala que las heridas de la guerra también han dejado cicatrices en las familias de Colombia.

Comisarias como ella y Jiménez, que han trabajado toda su vida en la protección de familias, están convencidas de que se requieren cambios y refuerzo en la educación para dar un giro a la situación de violencia en la capital. “Hay que insistir en la formación emocional de los más jóvenes. “Nos sorprende mucho ver que muchas de las víctimas y victimarios están en un rango de edad de entre los 18 y 25 años”, plantea Jiménez.

Por ahora, frente a la conmoción social por los feminicidios en la ciudad, la administración local y la Secretaría plantean medidas para ampliar la oferta de servicios a las familias. Estrategias como ampliar el personal de operarias de la línea telefónica o tener fiscales delegados en las comisarias. Los planes concretos aún están en discusión. “No estamos planteando robustecer los servicios y su alcance entre los próximos seis meses y un año”, señala Natalia Velasco, subdirectora de las comisarías de Bogotá. “Queremos llegar al punto en que no haya ninguna víctima más. Ese es nuestro objetivo final”, prosigue la funcionaria.

Esa es la esperanza que comparte Beltrán, aplicada en su propia vida. No quiere ser más una víctima. “Quiero sanarme. Trabajar en mí para salir de esta situación, y obtener justicia por las cosas que él me ha hecho”, explica entre sollozos. Su madre sostiene en el regazo la denuncia que hizo en 2017. Las dos esperan que este sea el momento para liberarse de la historia de maltrato y coinciden en que su época más tranquila en la última década fueron los dos años en los que el exnovio de Beltrán estuvo en la cárcel.

“Todo estaba bien hasta abril que él salió”, cuenta la madre agotada. El victimario jamás fue retenido por haber pisado el rostro de su novia, haberle herido con arma blanca o haberla encerrado en la casa que compartían. No tiene un prontuario por violencia de género. Fue a la cárcel por robarse un cable de la luz en una calle anónima de Bogotá.

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