Cómo es el barrio de Santiago de Chile donde hay cuatro cárceles y se intenta bloquear los celulares de los presos


Es una mañana calurosa en Santiago de Chile, como si no hubiese llegado el otoño. El sol pega especialmente duro en un área de pocos árboles pero de muros extensos y altos de cemento en la avenida Pedro Montt, donde se ubica desde 2005 el Centro de Justicia –un conjunto arquitectónico que alberga a tribunales penales, entre otros– y, en el mismo perímetro, cuatro cárceles. Es un barrio peculiar de la capital de Chile que, entre marzo y abril, ha estado singularmente custodiado por la policía, en vehículos y a caballo (que han dejado huellas evidentes en las aceras). Sus principales calles han sido enrejadas, momentáneamente, ante la alerta de que se produzca un motín en alguno de los penales, donde hay unos 10.000 internos, el 10% de la población penal chilena.

El resguardo lo ha tomado el Ministerio de Justicia del presidente Gabriel Boric, que lidera Luis Cordero y que, en medio de la crisis de seguridad que vive Chile, ha implementado antenas inhibidoras de teléfonos móviles, en varios puntos del barrio. Es una medida para bloquear los llamados que desde las cárceles realizan los detenidos, que han logrado ingresar miles de teléfonos a través de distintas prácticas, entre ellas el lanzamiento de pelotas con celulares desde la calle Pedro Montt hasta la cárcel.

En esta zona se encuentra la vieja exPenintenciaría, instalada allí en 1843. Es la prisión chilena más antigua (hoy llamada Centro de detención Santiago Sur), que conserva su arquitectura del siglo XIX. Al lado está el Recinto Penitenciario Especial de Alta Seguridad (REPAS), reinaugurado por el Gobierno del presidente Boric en 2023 –donde en 1996 hubo una fuga cinematográfica de cuatro presos desde un helicóptero–, y que hoy alberga, principalmente, a detenidos por crimen organizado: homicidios, secuestros, extorsiones. Al frente está Capitán Yáber, un penal pequeño que partió como reclusión para hombres en estado de ebriedad y autores de accidentes de tránsito, y que ha devenido en un lugar de prisión de protagonistas de escándalos financieros, y de algunos primerizos por delitos no violentos pero de alta connotación pública. En el mismo perímetro, detrás del Centro de Justicia, y unidos por un túnel, está también la cárcel Santiago l. Y el próximo año debutarán allí las nuevas dependencias del Servicio Médico Legal.

Familiares de los presos esperan su llamado para dejar las encomiendas para sus familiares.
Familiares de los presos esperan su llamado para dejar las encomiendas para sus familiares.CRISTÓBAL VENEGAS

Lo del bloqueo de llamados desde las cárceles utiliza una tecnología sofisticada, única en América Latina, según ha dicho el ministro Cordero. Y puntual, para impedir que el sistema afecte también a los cientos de vecinos que viven en el perímetro, en viejas casonas que han sobrevivido al paso del tiempo –como la emblemática población Yarur–, y al Centro de Justicia, donde se ubican los siete tribunales de juicio oral de la capital; los 15 juzgados de garantía; la Fiscalía metropolitana centro norte y la Defensoría Penal Pública.

Es el único barrio de Chile en el que por sus calles se mezclan jueces, fiscales y defensores con las más de 200 personas que pasan al día por controles de detención del Centro de Justicia, además de los cientos de familiares con bolsos que caminan rumbo a las cuatro cárceles para visitar a los detenidos; los vendedores ambulantes especializados en productos para presos y los pastores evangélicos que intentan convencer a la población penal. También están los abogados, los que van a una audiencia puntual, y los que se han instalado allí. Porque, en medio de los locales de comida rápida, de hot dogs, sandwiches al paso y de café instantáneo, hay pequeñas oficinas que, en la última década, se han multiplicado. Incluso, unas ocupan el mismo lugar donde, no hace mucho, durante la pandemia, había restaurantes o cafeterías, por lo que algunas todavía conservan su fachada con puertas batientes.

Los despachos que se han ubicado estratégicamente cerca del Centro de Justicia, muchos con inmensos carteles con los nombres y teléfonos de los abogados (en los avisos se repite la frase de que la primera consulta es gratis) y que han contratado captadores que, a quien pase por ahí, le pasan una tarjeta o lo encaminan a la consulta legal.

Una de esas oficinas, llamativa por su mobiliario antiguo, dos óleos de marco dorado con figuras femeninas y tres vírgenes blancas de yeso, es la de Jeannette Cofré Soto, dedicada escencialmente al área penal. Lleva 14 años en el sector, pero ha encontrado este despacho después de la pandemia, cuando desaparecieron varios locales de comida del sector. “Acá había un restaurante”, dice la abogada. “Este es un barrio cercano a los tribunales y las cárceles, todo un panorama que me pareció interesante para poder tomar clientes y de conocer realmente cómo era el sistema”.

Desde que llegó en 2010 hasta hoy, Cofré dice que hoy las consultas que recibe son “por causas mucho más gravosas” que hace 14 años: secuestros, homicidios y tráfico de drogas. “Yo veo todo tipo de causas, porque pienso que todo el mundo tiene derecho a defensa y derecho a reinsertarse”, dice.

La abogada Jeannette Cofré Soto en su despacho en el barrio penitenciario.
La abogada Jeannette Cofré Soto en su despacho en el barrio penitenciario.Cristobál Venegas

Unos metros más allá, en una calle lateral a la avenida Pedro Montt, se suman los pequeños despachos legales pero con grandes carteles. Además hay un local de custodia, donde se paga por dejar las pertenencias con las que no se puede entrar a las audiencias judiciales o a las cárceles, y una oficina de peritajes forenses que atiende la sicóloga Paula San Antonio.

Un antiguo barrio obrero

Pero en medio de este tumulto que va y viene, de escritos legales veloces y de gente que transita aproblemada después de una sentencia, se esconde un barrio lleno de historia, con vecinos que han visto cómo ha cambiado desde cuando solo había un penal, la Penitenciaría. Pero en 1950 apareció Capitán Yáber; en 1991 la Cárcel de alta seguridad (hoy REPAS) y en 2007 el complejo penitenciario Santiago l, el primer recinto penal concesionado de la Región Metropolitana.

Sergio Valdenbenito, de 85 años. Su casa y la de sus hijos están una al lado de la otra. De fachadas continuas pintadas en colores pasteles, su calle es perpendicular a la avenida de las cárceles. Al frente hay una antigua escuela básica. Lejos del bullicio de la avenida Pedro Montt, a la hora de almuerzo hay tanto silencio que ratos da la impresión de estar en medio de un pueblo de Chile en los años 50.

Valdebenito tiene una cuidada platabanda afuera de su casa con media docena de plantas que su esposa, cuenta a EL PAÍS, cuida con afán. Llegó al barrio hace 75 años y de niño jugó en sus veredas, “a la pelota, al pillarse y al cabaillito de bronce”. Es una casualidad, pero él mismo de joven trabajó en la Penitenciaría, a pocos metros de donde vive: fue suboficial mayor y custodió el hospital del penal. Y su hijo César, maestro de cocina de 42 años, que hace un par de años instaló ahí mismo un pequeño restaurante de colaciones llamado Espacio Verde, también trabajó en torno a un penal: vendió por 14 años sandwiches fuera de Santiago l.

El urbanista Iván Poduje explica este es un antiguo sector que se fue condicionando por factores, entre ellos el matadero –que estás poca cuadras más allá–, el zanjón de la Aguada y la Penitenciaría, y que a fines del siglo XlX era un área considerada como “el patio trasero de Santiago”, razón por la que se pensó instalar allí la primera cárcel.

Pero también se transformó, dice Poduje, en un gran cordón industrial. En los años 30 allí se instaló la emblemática fábrica textil Yarur, y la firma construyó tres poblaciones para sus obreros y operarios en el sector. En la primera de ellas, en la calle Juan Yarur con Pedro Montt, todavía quedan algunos vecinos que trabajaron en la empresa. Las casas son blancas y la mayoría conserva las puertas originales de los años 40.

Luisa Moreno y su vecina Mireya Bustos, habitantes la población Yarur.
Luisa Moreno y su vecina Mireya Bustos, habitantes la población Yarur.CRISTÓBAL VENEGAS

Luisa Moreno, de 60 años, y Mireya Bustos, de 62, se conocen desde niñas: viven casi frente a frente en la población Yarur, pues sus padres trabajaron en la fábrica textil. Luisa, que vive junto a su padre Luis Moreno, de 95, quien fue jefe de mantención, le ha traído esta mañana a su vecina Mireya una bolsa con granadas de regalo que sacó del árbol de su patio, donde también tiene un parrón, un limón y un damasco.

Luisa y Mireya recuerdan que, cuando eran niñas, todas las casas de su calle tenían un ciruelo en la puerta, por lo que en primavera se veían dos largas líneas rosadas en el horizonte, y que las cercas originales eran de un metro de altura y de madera color blanco. Ambas se criaron con la Penitenciaría cerca, pero hoy tienen otros tres penales en su sector. Coinciden que vivir en un entorno carcelario casi no se ha notado, excepto por dos situaciones. “El caso de ‘el loco Pepe”, dice Luisa sin dudar, y la fuga de cuatro exmiembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, movimiento que tomó las armas en la dictadura de Augusto Pinochet, y que se fugaron el 30 de diciembre de 1996 en un helicóptero desde la cárcel de alta seguridad, hoy el REPAS.

El loco Pepe, José Roberto Rubio, fue un avezado delincuente argentino que estuvo preso en la Penitenciaría en la década de los años 60, cuando Luisa estudiaba en una escuela de su barrio, e hizo al menos cinco intentos de fuga de la cárcel que provocaron grandes operativos. La fuga de los frentistas, en cambio, la recuerdan con ruido de balas y policías corriendo por todos los pasajes. “Esa vez nos encerremos en las casas”, dicen Luisa y Mireya.

Patricia González ha vivido 64 de sus 69 años en la población Yarur y dice siente amor por su calle. Como encargada de seguridad vecinal, ha hecho mucho más que eso, pues además organiza las navidades y festeja las fiestas patrias de septiembre con juegos criollos. Como dirigenta ha estado especialmente atenta a la instalación de las antenas inhibidoras en las cárceles. Y aunque el Gobierno por razones de seguridad no anunció la fecha exacta de la operación, tanto ella como sus vecinas se han dado cuenta poco a poco de la presencia de la nueva tecnología: un día, dice González, quedaron sin televisión. Otro, agrega Mireya, se le fue el Internet del segundo piso de su casa.

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