Crítica de la película ‘Godzilla y Kong. El Nuevo Imperio’


Era cuestión de tiempo para que, en su voluntad de estrujar el género japonés del kaiju, el blockbuster americano abundase en su faceta más despreciada y pulp, el del puro combate de monstruos. La diferencia se hace aún más abismal porque Godzilla y Kong. El nuevo imperio, nueva entrega del denominado “monsterverse” de Warner iniciado hace justo diez años con Godzilla, se estrena casi a la vez que la japonesa Godzilla Minus One de Takashi Yamazaki, que ha recuperado la figura del monstruo en un tenso y dramático thriller bélico nominado al Oscar, estrenado en cine incluso en España (país tan poco dado a experimentos) y en definitiva alabado por cinéfilos de casi todo pelaje.

Pero he aquí aquí que, en su falta de escrúpulos y prejuicios intelectuales, Godzilla y Kong. El nuevo imperio supone una de las mejores entradas de la serie cinematográfica americana (superada, eso sí, por la brillante La Isla Calavera de Vogt Roberts) precisamente porque se olvida absolutamente del factor humano y se entrega, a ritmo de viñeta (digital) a una sencilla trama de gigantes protagonizada por Kong y que late, en al menos tres cuartos de la película, como una aventura selvática completamente muda pero realzada a golpe de rugidos y la eficaz música de Junkie XL.

El director Adam Wingard hace suya su millonaria serie B a base de espíritu infantil y trazando indisimulados paralelismos con cualquier “buddy movie” policial de forzudos. Kong, que vigila las “calles” de Tierra Hueca, llega incluso a tomar una ducha cuando regresa a una casa que han “registrado” convenientemente sus enemigos. Se verá obligado a “trabajar” con su antaño peor rival como Policía del Mundo, Godzilla, en pos de derrotar un enemigo peligroso para ambos barrios.

Sin vergüenza y sin complejos, Godzilla y Kong se despliega en torno a tres subtramas (Kong, la principal, con diferencia) que deja el itinerario de los humanos, una disfrutable aventura selvática servida con competencia por dos actores británicos, Rebecca Hall y el recién incorporado Dan Stevens (conscientes de ser aquí meros intérpretes para los monstruos) como mero tejido conectivo entre todo lo demás. Y lo demás es una trepidante barbaridad rodada a golpe de púrpura y verde fosforito, sin metáforas sobre el orden mundial ni alegorías históricas ni reflexiones sobre la condición humana o la Naturaleza. Una aventura infantil de monstruos y gadgets chiflados extrañamente madura en su realización, irónica de una manera cálida, tonta de una manera inteligente y que Wingard refuerza con montaje bastante aquilatado para lo que es el taquillazo contemporáneo.

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