Fiebres eléctricas



Ayer me fui a dormir, querido lector, convencido de que lo que escribiría acá, en esta nueva entrega de nuestra newsletter, sería algo así como una reseña de dos novelas que, durante su lectura, me obligaban a parar, una y otra vez, para interrumpir el silencio falso de los libros, con alguna canción.

Quien deduzca, de lo anterior, que no soy de los que escuchan música mientras leen, estará, evidentemente, en lo correcto: soy, por el contrario, una de esas personas que no puede hacer dos cosas tan parecidas, tan cerca de ser iguales, de hecho, al mismo tiempo; quiero decir, una de esas personas que no somos capaces de dividir nuestra atención ante el acontecer en tiempo real de dos sucesos que se traslapan, pues todos los libros, al menos los que en este espacio nos interesan, ya sabemos, tienen dentro una música propia, así como la música, siempre, tiene una literatura interior.

Una ecuación para ver

Pero decía que me descubrí escribiendo esto, en vez de aquella suerte de reseña doble, porque hace un par de horas me desperté pensando en el viejo James Clerk Maxwell, mejor conocido como Maxwell a secas, aquel físico que, hacia la segunda mitad de 1800, cimbró nuestro mundo con sus famosas ecuaciones —por algo Einstein escribiría: “Le debo más a Maxwell que a ninguna otra persona”—, tras descubrir o atreverse a imaginar, en realidad, junto con Faraday, que la electricidad era capaz de generar un campo magnético, así como un campo magnético era capaz de generar electricidad. Y ahí, entonces, la famosa pregunta que se hizo Maxwell: ¿qué si un campo eléctrico crea un campo magnético que después crea otro campo eléctrico que luego crea un nuevo campo magnético que después crea…?

Fue para responder a esa pregunta, que acá servirá, lo prometo, para volver dentro de poco a donde yo prometí que iría, si no antes de dormirme, al empezar a escribir esta entrega de nuestra newsletter, que Maxwell propuso que ese movimiento infinito tenía que ser una onda, en la cual el campo eléctrico y el magnético se traslapaban o, mejor dicho, se convertían el uno en el otro, para siempre. Pero lo mejor estaba aún por llegar: cuando el genio escocés se dispuso a calcular la velocidad de esa onda que recién había descubierto, halló que esta no era otra que la velocidad por entonces supuesta de la luz, lo que lo llevó a afirmar, con una tranquilidad que uno no puede ni imaginarse, pues aquel hombre le estaba metiendo la mano a las sombras de nuestro universo, para que todos los demás pudiéramos ver, que aquella, su onda electromagnética, era, ni más ni menos, la luz.

Una ecuación para el ruido

Evidentemente, si desperté, antes de sentarme a escribir este texto, pensando en el viejo escocés y no en las ideas que anoche había barruntado, ideas con las que pensaba hablar de Fiebre de Carnaval, de la ecuatoriana Yuliana Ortíz Ruano, así como de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, de la también ecuatoriana Mónica Ojeda —en efecto, querido lector, llegamos al Ecuador—, fue porque, de pronto, en vez de que esto se pareciera a una reseña doble, quise que se pareciera a una ecuación, capaz de explicar, no sólo por qué no soy capaz de leer y escuchar música a la vez, sino por qué digo que en una habita la otra y en la otra la una: ¿qué pasaría si aceptamos que la literatura y la música son, como el campo eléctrico y el magnético, dos caras de la misma moneda y que, cuando oscilan o, dicho de otro modo, cuando uno atiende todo su contenido, se convierten la una en la otra y la otra en la una?

¿Sería, entonces, la música, un campo eléctrico, mientras que literatura sería un campo magnético? ¿Sería el vínculo entre estos campos, el de la literatura y el de la música, una onda? Diría que sí. Pero, si lo aceptamos, debemos preguntar, ¿cuál sería la velocidad de esa onda? Y, sobre todo, ¿qué sorpresa encontraremos cuando sepamos cuál es esa velocidad… igual a la de qué será esa velocidad? ¿Igual a la onda del ruido del mundo? Otra vez, me inclino a pensar, al menos mientras comparto mis pensamientos matinales con ustedes, tras haber leído los libros de Ojeda y de Ortiz Ruano y tras haberme acordado del viejo Maxwell, que sí. Y me atrevo a ir más allá: en nuestra ecuación, si el campo de la literatura en la onda del ruido del mundo está representado por L y el de la música por M, no hay problema en que L y M sean intercambiables.

Eso les toca a otros

Comprobar cosas del calado de la que planteo acá —pasar, pues, de la teoría a la práctica, como sabemos, entre otros casos, por las propias ecuaciones de Maxwell— se consigue, siempre, mucho tiempo después. No pretendo, por esto, convencer a nadie… todavía. Lo que quiero, por eso escribo este texto, es ser agradecido, a la manera, otra vez, en que Maxwell lo fue con Michael Faraday, aquel autodidacta que sentó las bases para los descubrimientos del escocés, así como las bases del mío fueron sentadas por los libros de Ojeda y Ortíz Ruano.

Y es que la literatura también es esto, como dejan en claro Chamanes eléctricos en la fiesta del sol y Fiebre de Carnaval: la posibilidad, mientras uno se extravía en el gozo, el delirio, la escucha y la pérdida de sentido, que, sin embargo, alumbra nuevos sentidos, de abrir los ojos y ver de un modo nuevo.

Coordenadas

Fiebre de carnaval fue publicado por La navaja, mientras que Chamanes eléctricos en la fiesta del sol fue publicado por Random House.

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