Huracán Beryl: Acostumbrarse a la furia del viento


Se suponía que estuviéramos histéricos por el paso del huracán Beryl. Debimos haber vaciado las góndolas de los supermercados de alimentos enlatados, baterías, galones y botellas de agua. Debimos llenar los tanques de los carros haciendo largas filas y debimos asegurarnos de que no quedase un contenedor de gasolina sin llenar para mantener en operación los generadores eléctricos. Teníamos que seguir el libreto del “temporal, temporal, por ahí viene el temporal”, como dicta la plena, como dicta nuestra música, el gran petróleo puertorriqueño que siempre advierte en verso y ritmo lo que pasó y lo que pasará.

Pero esta vez, nada de eso pasó. Decir “huracán” es decir “buenos días” en esta isla en la que después del 2017, cuando el huracán María —literal y metafóricamente— nos partió no en dos, sino en incontables pedazos que aún no acabamos de recomponer como si se tratase de un rompecabezas imposible. Ya no nos asustan tanto las imágenes meteorológicas que muestran espirales de fuego con faldas de agua y hielo arrasando la zona. Esas imágenes son cotidianas, como cotidiano es acostumbrarse a la furia del viento y, peor aún, a su saldo en todo aquello que debiera funcionar y, de por sí, nunca funciona, haya o no haya huracán.

Debíamos estar muy agobiados internamente. Antes de María, un huracán anunciado era casi una fiesta patronal pero en plan temerario. Teníamos en la memoria muchos huracanes devastadores. Cada generación tiene su huracán, el que le definió, el que marcó su antes y su después, pero poco a poco fueron tantas las advertencias meteorológicas que prepararnos se convirtió en un deporte nacional.

Pensaba que el mío era Hugo, el huracán de mi niñez, el que pasé en el pasillo de la casa materna a los 5 años. Escuchamos por horas la rabia del viento y del agua, nos levantamos después a recoger las ramas de todos los árboles conocidos y, sobre todo, a esperar. Después de un huracán, lo primero que uno hace es recoger hojas, ramas, objetos ahogados, lo que sea, pero, sobre todo, esperar. Esperar a saber si la gente que uno quiere lo sobrevivió, esperar a saber cómo y cuándo se irán abriendo los caminos, esperar a contar los muertos, esperar a que vuelva el agua y la luz, esperar el sofocón que viene después de los aguaceros de la cola de la tormenta. Nos dedicamos a esperar y a entretenernos jugando dominó, monopolio, briscas, haciendo rompecabezas, lo que sea. Esperamos la normalidad. Pero lo que ocurre es que después de María —e incluso antes— la normalidad abandonó esta isla, que tuvo ínfulas o ilusiones primermundistas pero cada día tiene más claro que aquello fue pura impostura.

Miguel Martinez
Un hombre revisa su casa destruída por el huracán María, en Puerto Rico, el 30 de septiembre de 2017.Boston Globe (Getty Images)

Hubo una época en la que estábamos tan acostumbrados a la modernidad que, incluso desde la experiencia diaspórica neoyorquina, José Luis González, autor nacional, escribió un cuento que está inscrito en la memoria colectiva de nuestra identidad letrada. En su obra La noche que volvimos a ser gente, el autor de alguna manera invita a la nostalgia de aquellos años en los que la electricidad y la tecnología, la vida citadina y el desencuentro humano y comunitario al que les había obligado la experiencia de la migración forzada por la falta de un proyecto de país que alcanzara para todos, como quien invita a un reencuentro con una humanidad más pura. Más… humanista. Pero sucede que en Puerto Rico ya nadie quiere volver a ser gente. Lo somos hace rato y reclamamos nuestro acceso a la modernidad probada, no la futurista del todo, pero al menos la del agua potable y la luz eléctrica.

Dicen aquí en la calle —refiriéndose a alguien a quien le falta fe o no tiene religión o es un incrédulo de todos los credos—: “ese no cree ni en la luz eléctrica”. Y tienen razón, en este país creer en la ciencia o creer en Dios da un poco igual. Si la luz eléctrica es señal de futuro, ha fracasado porque a todos se nos va un día sí y otro también, y Luma, la empresa privada que administra el antiguamente público sistema eléctrico del país, le importa poco o nada las urgencias de una ciudadanía que, clara y evidentemente, observa y trata como clientes de última categoría y urgencia. Tampoco se enteran de que somos gente.

Entonces, la llegada de un huracán y las incomodidades propias de la pérdida de servicios de la modernidad —como el agua y la luz— se convertían en asuntos hilvanados unos con los otros. Odiábamos el huracán, pero la posibilidad de prepararnos para alguno generaba una especie de histeria colectiva —un poco salvaje y un tanto alegre— que nos movía a tomar todas las medidas necesarias para estar seguros, a salvo del próximo temporal. Era una especie de paréntesis instalado con paneles para salvaguardar ventanas, filas en los supermercados, agua de galón y luz de generador.

Los medios de comunicación instaban a la ciudadanía a guarecerse y resguardar vida y propiedad. Siempre había una foto de alguien martillando un panel sobre una ventana, llenando su alacena de latas, acumulando agua y probando la planta por pequeña o grande que fuera. La cobertura de estos eventos propios del clima caribeño era eso: una cobertura de la cotidianidad, con un sutil divertimento en torno a los preparativos de un posible desastre mayor que, probablemente, lo sería pero solo para unos pocos, no para ese concepto tan inmenso que es la nación. El Gobierno asumía la postura segura: mejor ser exagerados, dar el día libre ante la posibilidad de un embate, a no proteger a la ciudadanía. Entonces, la energía pre-huracán era temerosa y festiva, todo a la vez. Y lo era porque, aunque todos tenemos el huracán de nuestra memoria, eran tantas las amenazas, que casi nunca se materializaban. Hubo ocasiones en las que incluso la gente bromeaba con la “decepción” de que no cayeron ni tres gotas de agua. Siempre es así cuando se olvida, hasta que el recordatorio es brutal. María lo fue.

Desde entonces, el tema es mucho más serio para la ciudadanía que ya entendió que está a su suerte a la hora de lidiar con otro desastre; que está harta de botar todo lo que hay en la nevera porque otra vez no hay electricidad. El Gobierno ofrece sus gastados y amargos discursos de resiliencia y la gente, harta de tanto aguante, sabe que esa palabra ya no significa nada de tanto repetirse en vano. La gente se prepara por su cuenta, se endeudan para poner paneles solares porque la luz se va haya o no amenaza de huracán. Reclaman su derecho a imaginar su futuro, a que haya mañana comida en la mesa y no en la basura. Esta vez observamos las noticias de Beryl con resignación, solidaridad por el Caribe antillano y un poco de indiferencia. Estamos acostumbrados a la furia del viento y, como toda costumbre, tiene su dosis de alivio cotidiano y del peligro que genera la quietud propia de lo que se reconoce inevitable.



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