“La mujer de los perros”, la sádica guardiana de los campos de exterminio nazis que los hacía morder hasta matar


Juana Bormann, la guardiana de las SS que asolaba en los campos de exterminio con sus perros. Sus compañeras y las prisioneras la apodaban “la comadreja”

 

Debió sentirse importante por primera vez en su vida Juana Bormann cuando se calzó el uniforme de guardiana de las SS en su primer destino, el campo de concentración de Lichtenburg, en Sajonia. Corría 1938 y la guerra aún no había comenzado, pero la persecución de los judíos alemanes impuesta por los nazis desde su llegada al poder cinco años antes ya se perfilaba como genocidio.

Por infobae.com

Siempre se había sentido insignificante Juana Bormann, durante su infancia de campesina pobre, su adolescencia de iletrada casi incapaz de conseguir un empleo que no fuese servidumbre e, incluso, cuando con fervor religioso se metió a misionera cristiana para llevar el mensaje de una Biblia cuyas palabras apenas alcanzaba a deletrear.

Tenía 45 años Juana Bormann, la flamante aufseherin, cuando se incorporó a las SS, y nadie podía culparla por su vida anterior, esa donde no había tenido una sola oportunidad, pero sí por lo que hizo a partir de ese momento y la llevó a convertirse en una de las guardianas más despiadadas de los campos de concentración y exterminio de Lichtenburg, Ravensbrück, Auschwitz, Budy, Hindenburg y Bergen-Belsen.

Las prisioneras la odiaban tanto como la temían y la llamaban “Wiesel” (Comadreja), por su rostro, o “La mujer de los perros”, por los perros lobo entrenados por ella misma que la acompañaban en sus rondas, siempre listos a obedecer la orden de atacar, morder y despedazar hasta la muerte.

“Cuando el perro nos atacó, yo fui la primera ser mordida en una pierna, pero después el perro empezó a morder y despedazar el cuerpo de Regina, mi compañera, primero sus piernas y después más arriba, hasta que murió”, relató la prisionera Rachela Kelizek durante el juicio al que fue sometida “La mujer de los perros”.

No contaba un hecho excepcional, ese era el modus operandi de Juana Bormann. Los testimonios de las sobrevivientes coincidieron en que asesinaba a entre 50 y 500 prisioneras por día.

“Lo hice para ganar buen dinero”, dijo “Comadreja” en el juicio de Bergen-Belsen, como si eso fuera un argumento que la exonerara.

Juana o Johanna Bormannn nació el 10 de septiembre de 1893 en la ciudad de Birkenfelde en Thuringia, una región que pertenecía por aquel entonces a la Prusia Oriental, hija de una familia de campesinos pobres.

Es muy poco lo que se sabe de sus datos familiares o sus vínculos antes de su ingreso a las SS. Se sabe que apenas asistió al colegio, que trabajó de jornalera, de cocinera y en cuanta changa se le cruzaba en el camino. También que en algún momento tuvo una suerte de iluminación religiosa que la llevó a ser misionera fuera de Alemania, pero no hay documentos que lo confirmen.

Cuando se investigó su vida, las pocas personas que admitieron haberla conocido de joven solo aportaron datos vagos o se negaron a hablar. El calificativo más repetido sobre su persona fue: “mediocre”.

Su último empleo antes de calzarse el uniforme de guardiana fue limpiando los pisos en un asilo para enfermos mentales. Ese centro era en realidad un lugar de confinamiento de discapacitados que funcionaba en el marco de la política nazi de preservación de la raza aria. Le pagaban una miseria y cuando Bormann supo que por hacer la misma tarea le pagarían tres o cuatro veces más en el campo de concentración de Lichtenburg se postuló de inmediato.

No limpió por mucho tiempo porque la ascendieron a auxiliar de cocina y después a cocinera, pero Bormann quería más: se había fascinado con el poder que transmitían los uniformes de las aufseherin, esas guardianas que imponían temor y respeto con sus porras y sus palos.

No demoró en calzárselo para sentir que ahora era ella la que tenía ese poder.

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