Somos caballos sobre un tejado de zinc | Opinión



Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante.

Uno de esos terrenales instantes

a los que se pide que duren.

(Wislawa Szymborska)

1. Me acuerdo de António Guterres cuando era joven, delgado, trabajaba como asistente social y llevaba unos bigotes negros. Hoy ya no es así, pero entre tanto se ha convertido en un hombre cuyas palabras abarcan desde hace tiempo la Tierra entera. En tiempos recientes, el secretario general de la ONU se ha convertido incluso en la bisagra en torno a la que giran quienes defienden a Palestina como Estado de derecho y la coexistencia con su vecino Israel, legitimados ambos por las leyes internacionales. Aun sin poder efectivo, es, en cualquier caso, un pregonero de la paz sin ambigüedades. Además, y por mencionar lo más obvio, también es alguien que ha puesto en la agenda común la preocupación por el desarrollo de las nuevas formas de inteligencia. Con todo, no creo que la imagen que perdure de él en el futuro sea ninguna de estas, ni tampoco esa otra en la que aparecía sentado al final de la interminable mesa de Putin, al principio de la guerra de Ucrania. Creo que, para la historia, António Guterres estará asociado, sobre todo, a la fotografía acuática que apareció en la portada de la revista Time el 24 de junio de 2019.

2. En ella, António Guterres aparece vestido de traje, como si asistiera a una ceremonia, sumergido hasta las rodillas en el agua. Su rostro nos ofrece un gesto de desamparo y asombro, de anuncio y demostración. Como si su figura dijera: “Mirad lo que nos va a pasar”. El título que lo ilustraba, Our Sinking Planet, provenía del artículo que Justin Worland había escrito en las páginas del interior sobre el caos climático. Más poderosa que el Acuerdo de París, esta portada de Time se convirtió en la mejor advertencia sobre el cambio climático y los efectos del calentamiento global. Se convirtió en el icono de la idea de que los cambios que estamos viviendo tienen causas humanas y, como tales, pueden revertirse. O, como dice el ensayista Betâmio de Almeida, “la crisis ambiental es una imagen del hombre y de la tecnología en el espejo de la naturaleza”.

No es solo eso, sin embargo. Esta poderosa imagen sirve también para expresar la conciencia de que existen otros cambios, a largo plazo, que son la propia condición de la Tierra como ser del espacio sujeto a inestabilidad. Por mi parte, no puedo mirar esta fotografía y no imaginar que cualquier ser humano, incluso uno que tiene un auditorio tan amplio, no pasa de ser un pasajero fugaz sorprendido por el aumento del nivel del mar. Y que desde siempre se han producido cambios geológicos, eras sucesivas, glaciaciones, desplazamientos de continentes, rugidos repentinos de grandes masas sólidas y lentos cambios a lo largo de millones de años. Otra clase de tiempo que nos resulta ajeno.

3. Era todavía una niña cuando, por simple casualidad, me asaltó la sospecha de que esa otra clase de tiempo existía. En nuestra casa, en el Algarve, había dos piedras labradas en forma de espiral. Creíamos que se trataba de dos esculturas antiguas que habían sido retiradas de los muros que rodeaban los campos de cultivo. Pero un día, alguien que vino a visitarnos nos explicó que no eran dos piedras talladas, sino dos fósiles, dos caracoles gigantes, dos amonites, animales de otra era en la que ese mismo terreno donde se levantaba la casa era el fondo de un mar. Allí hubo peces y agua salada. Esos caracoles gigantes eran la prueba de esa otra configuración de la Tierra. Pensando en cosas así, ¿qué niño podría conciliar el sueño?

Con el paso del tiempo, acabaría sabiendo que ese tiempo se llamó Cretácico, el último período de la era mesozoica, que esos caracoles gigantes fueron coetáneos de los dinosaurios y que padecieron la misma forma de exterminio que ellos. Que la Tierra tenía entonces una configuración diferente, que América del Norte aún seguía unida a Europa, que la playa donde me bañaba en el mar aún no existía, era una franja de tierra unida a África. Que todo esto había ocurrido durante un período de tiempo tan vasto y tan antiguo que no era compatible con el pensamiento humano. En aquel entonces, para quienes sufrían el dolor de ambos tiempos, el del vasto tiempo paleontológico y el muy reciente tiempo de los hombres, personas inteligentes hablaban a escondidas de lo que escribía Teilhard de Chardin, y así yo dejaba de pensar en monstruos y lograba conciliar el sueño.

4. Hoy, lo que sucede en el alma de los niños ha de ser forzosamente diferente. Nacen con la imagen del Cretácico, entre sus juguetes hay desde figuras de dinosaurios hasta representaciones de extraterrestres que parecen dinosaurios. Sus figuritas más íntimas tienen escamas, alas de murciélago y escupen fuego. Saben, o al menos les hacen saber, que los humanos somos animales de transición a la espera de que un meteorito gigante, volando a una velocidad de 70.000 kilómetros por hora, forme un nuevo cráter en la Tierra. Conocen los secretos del cambio climático. Describen las costas de sus países cuando las aguas suban 10 metros y los pueblos queden sumergidos muy por encima de las últimas azoteas. Saben, desde el jardín de infancia, que la Tierra es un planeta perdido entre miles de galaxias cuyos nombres conocen, mientras repiten que el cosmos está en permanente expansión. Puedo estar equivocada, pero quiero pensar que, entre tales extremos, les vendría bien cierta forma suave de ayuda que les diga que vale la pena ser personas.

5. Vale la pena ser personas. Eso fue lo que pensé hace unos días cuando las tormentas azotaron Río Grande do Sul, en Brasil. Las lluvias, los vientos y las inundaciones dejaron más de 150 muertos, 124 desaparecidos, 75.000 personas que vieron sus casas destruidas y 530.000 que tuvieron que ser desalojadas. También allí parecía cumplirse el diluvio anunciado por Guterres. Las aguas se alzaron, engulleron, destruyeron y arrastraron. Y en medio de la devastación, apareció la imagen de un caballo sobre un tejado, intentando resistir.

Un caballo de pelaje dorado, larga cola, patas blancas como si llevara calcetines, una raya clara que unía los dos lados de la cara. Un tejado de zinc afilado a dos aguas del que era fácil que resbalara. No resbalaba, permanecía aferrado al zinc. La imagen comenzó a difundirse por el mundo y llamó la atención del artista argentino José Acuña, quien pintó a su vez el caballo en el tejado. Ahora, la imagen fantástica y la real circulan juntas y nos dan qué pensar.

Hay mil interpretaciones posibles sobre la atracción que, de repente, llega a ejercer a escala global la imagen de este resistente caballo. Como siempre, el efecto de la seducción nunca es susceptible de análisis; su condición es la incompletitud, pero aun así hay que intentarlo. Somos seres habilidosos, es probable que la atracción por la imagen del caballo en el tejado solo signifique que hemos encontrado una excusa para evitar la tragedia. En mi opinión, sin embargo, se trata simplemente de la enigmática atracción por la imagen de la resistencia. Aquel hermoso caballo que pudo haber resbalado y ser arrastrado por la inundación, resistía. Era un ser vivo entre el mundo de las cosas destruidas y el de las cosas salvadas. Representaba el instante que se detiene antes de la destrucción. Un estandarte escrito en forma de belleza entre todos los que murieron y todos los que se salvaron. Ese momento fluctuante en el que todo puede suceder. Y sucedió. Un equipo de rescate logró rescatarlo y salvarlo. Nuestro hermano de la creación, el caballo. Creo que la imagen de un caballo así merece que se la ofrezcamos a los niños.

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