Un muro más alto para Trump | Opinión



Uno va recorriendo el laberinto de maltrechas y gastadas casas de campaña establecidas en la Plaza Giordano Bruno en la céntrica colonia Juárez de Ciudad de México y no puede sino recordar aquel ya lejano 2018 cuando el inmenso campo deportivo de la Magdalena Mixhuca se llenó de personas migrantes que habían llegado a México con la promesa no solo de que podrían seguir libres y seguros su camino hacia el sueño americano, sino que, si así lo deseaban, encontrar trabajo y una vida digna en México.

En aquel inmenso espacio en la Magdalena Mixhuca el ambiente era denso. Las personas se acomodaban como podían, como iban llegando; algunos enfermos o simplemente agotados por la travesía pasaban el día entero sobre colchonetas en el piso, otros acostados sobre pedazos de cartón. Había pocos baños y las filas para recibir algo de comida eran larguísimas. Los niños —muchos de ellos enfermos por los estragos del largo viaje— corrían entre basura y sus madres apuradas trataban de seguirlos con la mirada mientras elegían alguna prenda o zapatos que les pudiera servir de entre un montón de ropa vieja que alguna organización había llevado al lugar.

Era la primera de muchas caravanas de personas migrantes que en los meses y años siguientes llegarían a México para encontrar en este país todo menos el paraíso prometido en campaña y primeros meses de Gobierno del presidente López Obrador, que se convirtió poco después en el muro de Donald Trump, el presidente xenófobo que amenaza con regresar a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales en noviembre próximo.

El desaliento que se respira en la Plaza Giordano hoy es el mismo que se respiraba en el deportivo de la Magdalena Mixhuca en 2018 y que se percibe fácilmente al recorrer los cada vez más grandes campos de refugiados a lo largo y ancho del país: migrantes viviendo en condiciones indignas de pobreza, insalubridad y abandono, expuestos a la violencia extrema de cárteles y autoridades corruptas y sin una salida legal para su situación: el Estado mexicano no solo ha destinado parte de su Guardia Nacional para detener a migrantes, sino que aún a pesar de que las solicitudes de refugio en el país han aumentado más de un 20%, la institución encargada de su atención, la Comisión Nacional de Ayuda a Refugiados (COMAR), no cuenta ni cerca con el presupuesto que necesita para atenderles con mínima eficiencia o respeto a su dignidad.

A ese desaliento se le suma una genuina preocupación por la posibilidad de que el expresidente Trump vuelva a la Casa Blanca con nuevas fuerzas para imponer su cruel visión. Ya dijo hace algunos días que “algunos” migrantes no eran humanos y que, de regresar al poder, bien podría volver a la práctica de separación de familias en la frontera. De hecho, lo más preocupante es que, aunque Trump pierda las elecciones en noviembre próximo, la visión trumpista y xenófoba del fenómeno migratorio ha permeado a tal grado en amplios sectores de la sociedad estadunidense y de su clase política, que ha empujado incluso al Partido Demócrata a adoptar posiciones terriblemente duras en contra de la migración y la seguridad fronteriza. Las cosas no van a mejorar para los migrantes, y para México no harán más que intensificarse.

Gane quien gane las elecciones presidenciales en Estados Unidos, México no debe seguir colaborando, por omisión, amenazas o simple impericia política, a que el infame muro de Trump siga haciéndose cada vez más grande. Por el contrario, debemos encontrar la fórmula para ir desmontándolo poco a poco y arreglar al mismo tiempo el sistema roto en casa. Si exigimos un trato digno a los migrantes del otro lado de la frontera, no podemos seguir tratándolos en México como si valieran nada.

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