Un Panamá alternativo: Bocas del Toro, el parque nacional Coiba y tres pistas más | Lonely | El Viajero


No es ningún secreto que algunas de las playas más bonitas del mundo están en Panamá, tanto en el Pacífico como en el Atlántico: kilómetros y kilómetros de litoral deslumbrante y cientos de islas frente a la costa. En el lado del Pacífico encontraremos fuertes corrientes, ideales para practicar surf o kitesurf, mientras que la región caribeña de Guna Yala es extraordinaria para bucear, pescar y disfrutar de la playa, sin más. Bocas del Toro, el archipiélago de las Perlas, los paraísos del surf de Santa Catalina… el país reúne todo un despliegue de pequeños paraísos para escoger.

Bocas del Toro y playa Estrella: chapuzón caribeño, ecoturismo y recuerdos de Colón

Más de 300 islas e islotes en el Caribe: eso es lo que espera en Bocas del Toro, probablemente el archipiélago más llamativo de Panamá, donde hay mucho más que playas vírgenes llenas de surfistas y olas espectaculares. Aquí también espera fauna, bosques verdes y una buena infraestructura para poder disfrutarlas, con vida nocturna incluida. Moverse por las islas no resulta demasiado complicado; desde sus nueve islas principales salen lan­chas que trasladan a los viajeros de una a otra, a cada cual más idílica, y algu­na de ellas tan pequeña que no caben más de dos árboles tropicales. Y una vez allí, las islas se prestan a hacer ex­cursiones por la selva, visitar islas de­siertas, pesca de altura, espeleología y hasta circuitos temáticos sobre el cacao, sin olvidar un universo submarino para explorar en sus pecios y arrecifes de coral.

Bocas del Toro es también un buen lugar para sumergirse en la cultura y la his­toria panameñas. Con sede en Isla Colón (la prin­cipal del archipiélago), la United Fruit Company, y su producción a gran escala de bananas —muy conocidas por haber auspiciado golpes de Esta­do en las llamadas “repú­blicas bananeras”—, desa­rrolló la región y marcó el inicio de las migraciones laborales a principios del siglo XX. Actualmente, la po­blación de Bocas está formada por indígenas ngäbe-buglé, afroan­tillanos, chino-panameños y resi­dentes angloparlantes de Europa y Amé­rica del Norte. Este territorio se ha convertido en un lugar muy atractivo para el ecoturismo, el surf y los circuitos de isla en isla, pero, sobre todo, llama la atención su extraordinaria naturaleza.

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Si uno solo visita la ciudad de Bocas se perderá las mejores playas y bahías de Isla Colón. Fuera de las rutas más trilladas hay zonas interiores vírgenes, inaccesibles en coche, donde anidan tortugas. Se puede ir hasta allí en bici a través de exuberantes paisajes mientras se escucha el canto de aves tropicales. Una de las experiencias más extravagantes es dor­mir entre barrotes en una falsa cárcel: el Castillo Inspiración, a las afueras de la ciudad de Bocas, está hecho de botellas de plástico vacías que los turistas han ido dejando tiradas (1,5 millones de botellas).

Uno de los arenales más populares es playa Estrella, que los fines de semana se llena de familias panameñas para ver las estrellas de mar que cubren su fondo mari­no.

Bañistas en playa Estrella, en Bocas del Toro (Panamá).
Bañistas en playa Estrella, en Bocas del Toro (Panamá).Alamy Stock Photo

A tiro de piedra al sureste de la Isla Colón esta Isla Carenero, una pequeña joya envuelta en vegetación, con un tranquilo ritmo de vida, el antídoto perfecto para el ajetreo de la ciudad de Bocas. Según la historia, allí paró la flota de Colón en su cuarto viaje a las Américas para carenar (limpiar el casco) de sus naves. Hoy hay un puñado de lugares idílicos para almorzar sin prisa en la playa y tranquilos hoteles, con el mar como sonido de fondo. Un sendero que se puede recorrer en menos de dos horas bordea la isla y permite disfrutar de sus miradores, su escarpado litoral y la selva. Y, por supuesto, aquí también se disfruta del surf, con olas para todos los niveles.

Bastimentos, a 10 minutos de la ciudad de Bocas, es otra de las islas más apreciadas por los ecoturistas, con alojamientos centrados en la sostenibilidad y perfecta para evitar a las multitudes. Aquí está también el parque marino más antiguo de Panamá, de tierra y mar, que protege la extensión más grande de manglares caribeños del país y muchas especies de coral. Desde Bastimentos, en taxis acuáticos, se puede llegar a islotes increíbles, casi vírgenes, rodeados con aguas azul zafiro, como Cayos Zapatillas, Isla Solarte o la remota Isla Cristóbal, un bálsamo para escapar de la vida urbana.

Cayos Zapatillas, en el archipiélago panameño de Bocas del Toro.
Cayos Zapatillas, en el archipiélago panameño de Bocas del Toro.Andrea Comi (Getty Images)

Guna Yala: pedazos de paraíso en territorio indígena

Muchos dicen que, si hubiera que elegir una sola playa de Panamá, escogerían alguna de las de Gula Yala, una provincia indígena autónoma con cientos de islitas caribeñas agrestes. Puede que aquí no haya grandes resorts, pero se puede incluso acampar bajo las estrellas en preciosas playas; y esto no se olvida en la vida.

La comarca de Guna Yala está a unas tres horas en coche de Ciudad de Panamá. En realidad es un ar­chipiélago de cientos de islitas tropicales sembradas de palmeras que es­tán a años luz de los rascacielos de cristal de la capital. Tierra natal del orgulloso pueblo guna, el primer gru­po indígena de América Latina en ganarse una patria autónoma, las is­las se han librado de la urbanización masiva y a día de hoy siguen sien­do idílicos pedacitos de paraíso.

La mayoría de las islas ape­nas tienen la superficie de un campo de fútbol y están rodeadas de arenas blancas en polvo que bajan hasta las fluo­rescentes aguas turquesa llenas de cora­les, peces de arrecife y enormes estrellas de mar. En ellas solo podremos encontrar sencillas cabañas de madera, con una cama y poco más, pero están en la arena, a pocos pasos del mar. En las islas, por suerte, hay poco por hacer salvo darse el gusto de imaginar­se naufragios o beber de cocos re­cién recogidos mientras uno se mece en una hamaca de ma­lla suspendida entre dos de los pocos árboles que cre­cen directamente del sue­lo de arena.

Vista aérea de Nurdub, una de las islas de Guna Yala.
Vista aérea de Nurdub, una de las islas de Guna Yala.LUIS ACOSTA (AFP via Getty Images)

Pero a Guna Yala, además de para empaparse de sol y bañarse en cáli­das aguas transparentes, se va para conocer a los gu­nas, uno de los grupos ame­rindios más característicos de América Latina, y para visitar una de las islas comunitarias densamente po­bladas donde se pueden conocer mejor sus tradiciones y comprar magní­ficos tejidos artesanales.

El archipiélago más visitado de Guna Yala es Cayos Limones, con docenas de pintorescos islotes tropicales separados por es­trechos tramos de aguas turquesas. La arena blanca y las aguas cristalinas atraen a muchos visitantes que van a pasar el día e incluso los hay que se quedan a dormir, pero casi todos los circuitos recorren las mismas islas. Afortunadamente, hay cayos menos concurridos donde tumbarse y admirar el paisaje. Los Cayos Limones también acogen algunos de los mejores lugares de esnórquel del archipiélago, con arreci­fes de coral y barcos hundidos a escasos metros de la costa.

Por escoger algunos cayos: en el extremo oriental está, por ejemplo, la remota y alargada Misdub (isla Gato), una de las más bonitas del archi­piélago, con su propio banco de arena frente a la costa con gigantescas estrellas de mar. O Wissudub (isla Icaro), al norte de los Cayos Limones, una ancha isla con un palmeral y largas playas vacías.

A medida que se va más al este, las islas del archipiélago están menos habitadas, y las de mar adentro están, por suerte, sin urbanizar. Las franjas ininterrumpidas de palmeras sustituyen a las pistas de vólei y restaurantes. Algunos de los paisajes más bonitos del archipiélago están en los deshabitados Cayos Holandeses, el archipiélago más septentrional de Guna Yala y un paraíso remoto formado por tres islas grandes y otras 12 más pequeñas. No hay hoteles, pero sí se puede acampar en una de ellas.

Archipiélago de las Perlas: las islas de ‘Supervivientes’

Las podremos reconocer porque han servido de decorado al reality Supervivientes, y son una estampa muy reconocible de una isla tropical: es el archipiélago de las Perlas, una región con algunas de las playas más bonitas de Panamá. Todo el archipiélago, durante la estación seca, es tan bonito que casi parece una postal: playas de arena blanca, aguas templadas, olas de color turquesa rompiendo en la orilla y algún que otro barco de pescadores locales balanceándose en el horizonte. Con más de 200 islas, y alguna más que quizá aún no se haya descubierto, este archipiélago está envuelto en cierta magia y misterio y sus bosques y arenales han visto de todo a lo largo de los siglos, desde piratas errantes hasta a los supervivientes del famoso programa.

Una excursión para ver ballenas en aguas de Isla Contadora (Panamá).
Una excursión para ver ballenas en aguas de Isla Contadora (Panamá).LUIS ACOSTA (AFP via Getty Images)

Isla Contadora no es ni la más grande ni la más bonita, pero es la más popular y animada. Aquí hay buenas playas, de esas largas y blancas, como la playa Ejecutiva, una de las más fotografiadas; hay lugares para practicar surf o esnórquel, pero también exquisitos restaurantes con vistas al Pacífico y barcos que llevan a ver ballenas, una actividad imprescindible. También se lleva gran parte de la gloria por la lujosa vida de resort, pero a la vuelta de la esquina hay auténticas joyas tropicales menos visitadas, como la isla del Rey (la más grande del archipiélago), la isla Saboga, la isla Viveros, la isla Casaya, la isla Cañas, la isla San José o la isla Pedro González. Todas ellas se extienden como un collar de perlas por el golfo de Panamá, cada una con su propio encanto y belleza. Por ejemplo, Saboga ofrece excelentes opciones de submarinismo, esnórquel y navegación a vela, mientras que Viveros, con muy poco tráfico y un reluciente y pintoresco litoral, es ideal para unas vacaciones tipo resort.

Punta Chame y Playa Venao: yoga, fiestas, DJs y saludos al sol

La península de Azuero, en la costa del Pacífico, es más conocida por los panameños que por los turistas, pero presume de ser la cuna de la cultura y las tradiciones panameñas. De hecho, el legado colonial español se nota más aquí que en el resto del país. Junto a sus playas, las tradiciones locales ceden el paso en el pintoresco pueblo de Playa Venao a los modernos resorts, que atraen a surfistas, yoguis y amantes de la fiesta playera. Aquí hay hoteles y restaurantes, y también raves antológicas que atraen a DJs de todo el mundo. Muy cerca, Cambutal es su hermana más joven y verde, con una playa de arena gris ribeteada con palmeras, y también arenas donde hay más tortugas desovando que seres humanos.

Playa Venao es el lugar para ver y para dejarse ver, parece sacada de una imagen de Instagram: una medialuna de arena dorada conduce a una famosa ola de surf. Era una aldea aletargada hasta que llegaron inversores israelíes para construir surf lodges, salas de yoga y bares de zumos, y convertirlo en un destino para los jóvenes y gente guapa de Ciudad de Panamá, Tel Aviv y más allá. Los surfistas fueron los primeros en enamorarse del lugar y, después, los yoguis. Ahora son los amantes de los festivales de música electrónica y sesiones de DJs los que llegan de todas partes para saludar al sol, surfear y bailar toda la noche. En los alrededores hay otras muchas playas de surf desiertas e islas salvajes protegidas para quienes prefieran ritmos más tranquilos. Por ejemplo, la isla Cañas, a donde se llega para ver tortugas: de julio a finales de noviembre, miles de ejemplares de estas especies marinas marinas llegan a tierra por la noche para desovar en su playa de 14 kilómetros, al oeste de Playa Venao.

Un surfista en Playa Venao.
Un surfista en Playa Venao.Alamy Stock Photo

La otra opción playera de Azuero es Cambutal, que se ha ido urbanizando en los últimos años, pero sin perder su encanto de última frontera. Aunque haya hoteles y cabañas impecables (la mayoría de lujo), los rancheros si­guen llevando su ganado por la playa de arena gris. Más ver­de y salvaje que Playa Venao, atrae a un público similar de­seoso de surfear, nadar, hacer yoga y tomar una copa por la tarde. Los aventureros se acercan cada vez más hasta aquí para caminar por los úl­timos bosques que quedan en la península, con cascadas y montes escarpados que piden a gritos ser escalados.

Santa Catalina y el parque nacional Coiba: naturaleza pura

En el Pacífico, el parque nacional Coiba, patrimonio mun­dial de la Unesco desde 2005, está considera­do la Galápagos de Améri­ca Central. Hasta aquí llegan sub­marinistas, observado­res de aves y buscadores de paraísos.

El punto de partida para las excur­siones, salidas de buceo y aven­turas submarinistas a Coiba es el popular Santa Catalina, un pueblo en la costa que es un destino en sí mismo. Tiene olas espectaculares todo el año, pero en febre­ro y marzo son el no va más. Resulta un híbri­do de pueblo de pescadores, enclave sur­fista, refugio de mochileros y retiro de re­sidentes extranjeros. El conjunto mantiene el aire de una plácida aldea de pescadores, pero va transformándose poco a poco en una localidad turística con hotelitos y casas de campo exclusivas dirigidas a residentes extranjeros.

A los surfistas les encanta Santa Catalina porque tiene algu­nas de las olas más grandes de América Central, con olas a derecha y a izquierda compara­bles a las de la Sunset Beach de Oahu (Hawái) en un día bue­no. Desde las playas que quedan al este y oeste del pueblo se puede acceder a casi todos estos rompientes excelentes. Y si no surfeamos, siempre podremos pasar varios días explorando estas franjas de arena y palmeras para luego salir a practicar sub­marinismo y buceo en Coiba.

El parque nacional Coiba es todo un mundo de ecosistemas intactos en el que viven animales únicos. A excepción de las islas Galápagos de Ecuador y de la isla del Coco en Costa Rica, hay pocos destinos tan exóticos frente a la costa del Pacífico como este. Ubicado a 20 kilómetros escasos del litoral, a pesar de la corta distancia la sensación de lejanía es enorme: se pueden ver bandadas de guacamayos macao, enormes bancos de peces, ballenas jorobadas con sus ballenatos y mantas gigantes que cepillan el suelo oceánico. Los submarinistas con botella podrán ver algún pez martillo o tiburón ballena, pero solo con practicar esnórquel se ve una extraordinaria variedad de peces.

Una iguana en el parque nacional Coiba.
Una iguana en el parque nacional Coiba.Alamy Stock Photo

La isla de Coiba es una joya ecológica porque casi no hay cons­trucciones artificiales. Con 503 kilómetros cuadrados de superficie, es la isla más grande de este archipiélago y albergó culturas precolombi­nas y, después, la industria perlera de la época colonial. En 1912 fue segregada como colonia penal, evitando de paso que su bosque lluvioso se destruyera. En casi toda la isla hay bosque lluvioso virgen (80%) y secun­dario (20%), lleno de animales, incluidas varias especies endémicas poco estudiadas. El mundo submarino de Coiba es igual de espectacular, con arrecifes, paredes, islotes y mucho más. Aislada durante un siglo por su condición de peligrosa pri­sión insular, Coiba ofrece la posibilidad de caminar por un bosque lluvioso primario y sumergirse en un parque mari­no con unos animales cada vez más insólitos. Pero, al no ha­ber infraestructuras turísticas, hay que planear la visita con antelación. Al parque nacional Coiba casi solo se va en viaje organizado que suele partir de Santa Catalina.

En 1991 se creó el parque nacional, que en 2004 du­plicó su superficie al incluir más de 35 islas periféricas y las aguas que las bañan. Las más pequeñas parecen pelotas de ter­ciopelo verde en un mar de azul. Coiba ha sobrevivido a desafíos medioambientales genera­dos por el narcotráfico, a la sobrepesca y a la desaparición de especies. Además, el importe de la entrada al parque se destina a su conservación y son pocos los visitantes que pue­den pernoctar en él.

Pero además de Santa Catalina y Coiba, en el oeste de la península de Coiba encontramos la Sunset Coast, donde se puede disfrutar de playas remotas, un surf fabuloso y reservas de tortugas marinas. El sobrenombre, un in­vento de los promotores turísticos locales, no puede ser más acertado. La Sunset Coast, que se extiende 50 kilómetros desde Mariato, al norte, hasta el parque nacional Cerro Hoya, al sur, es bastante desconocida para los viajeros. Pero quienes decidan a hacer el desvío descubrirán una región discreta y tranquila, con largas playas de arena casi sin veraneantes, atardeceres en la playa con el sol poniéndose en el Pacífico, un surf excelente y la posibilidad de ver nacer a tres especies de tor­tugas.

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