Bertha Lutz y las dos palabras que consagraron un derecho en la ONU



Científica y feminista, la brasileña Bertha Lutz (1894-1976) dejó escrito que en su entierro quería que su ataúd fuera llevado solo por mujeres, según una biógrafa. En vida, batalló por el derecho al voto femenino. Como zoóloga especializada en ranas brasileñas, descubrió una nueva especie de sapos. También dirigió el área de Botánica del Museo Nacional de Río de Janeiro, la institución científica más antigua del país. Pero es su faceta diplomática la que merece un capítulo en la Historia. Gracias a su empeño de incluir dos palabras —y mujeres—, la igualdad de género quedó hace casi ocho décadas consagrada por primera vez como un derecho humano fundamental en un documento internacional.

1945. La comunidad internacional se reúne en San Francisco (EE UU) aún traumatizada por dos guerras mundiales devastadoras. Va a alumbrar una institución que evite futuras contiendas, que canalice por medios pacíficos las disputas entre Estados. Una noble misión que ahora vive horas muy bajas, como demuestran las guerras de Gaza e Ucrania.

Lutz —para entonces una veterana de la lucha feminista— llega a San Francisco como una de las cuatro mujeres entre los 850 delegados de 50 países. Solo 30 habían aprobado el voto femenino. Ese era el calibre del desafío. En una dura negociación, la brasileña logró que en el preámbulo de la carta fundacional de la ONU quedara recogido aquel derecho revolucionario: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas [estamos] resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra (…) a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre (…), en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”. Nótese que los derechos fundamentales son solo del hombre.

Aquel logro quedó olvidado durante décadas, tanto en su patria, como en el extranjero e incluso en Naciones Unidas, aunque fuera de un valor indudable. Permitió a sus contemporáneas y a las siguientes generaciones exigir igualdad y que fuera recogido en otras leyes que, pasito a pasito, van cerrando la brecha de género.

Este mismo lunes, Francia ha demostrado la importancia de blindar los derechos al inscribir el derecho al aborto en la Constitución, la máxima protección legal. Un paso impulsado por el retroceso que vive Estados Unidos desde que el Supremo anuló Roe vs. Wade.

De vuelta a 1945 y, como la historia la escriben los vencedores, quien se llevó el mérito de que aquella demanda feminista constara en la Constitución de la ONU fue Eleanor Roosevelt, delegada de EE UU ante el organismo multilateral después de haber sido primera dama. Pero dos investigadoras de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres localizaron en 2016 unas memorias en las que Lutz narraba una versión más detallada y sofisticada de aquella crucial negociación.

La argelina Fatima Sator y la noruega Elise Luhr Dietrichson descubrieron que, en el tira y afloja para introducir aquel concepto novedoso, Lutz se topó con la oposición de las anglosajonas. Para ellas, no era el momento de dar esa batalla. “No reclame nada para las mujeres en el acta fundacional porque sería algo demasiado vulgar”, le advirtieron las delegadas de EE UU y Reino Unido, según dejó escrito la brasileña.

Sí contó, en cambio, con la complicidad de otras participantes, sobre todo, de la dominicana Minerva Bernardino. Las delegaciones de Australia, México, Uruguay o Venezuela también defendieron la perspectiva feminista, según las investigadoras que narran en el documental Bertha Lutz, una mujer en la carta de la ONU (HBO, Prime Video) su odisea para que la diplomática tuviera el merecido reconocimiento.

Las posturas feministas defendidas por varios países latinoamericanos, que pronto fueron olvidadas, le sirven a la investigadora Sator para defender que el feminismo es una ideología mucho más universal que occidental, frente a lo que tradicionalmente han sostenido detractores y defensores.

Lutz fue digna heredera de sus padres. Él, médico, fue uno de los pioneros de la medicina tropical; ella, enfermera y sufragista, era inglesa. Bertha, criada entre la clase más ilustrada de São Paulo, estudió en Francia, en la Sorbona y, de vuelta a Brasil, se presentó a las oposiciones para trabajar en el Museo Nacional. Solo otra mujer le precedió en la Administración pública. Aún veinteañera, fundó la Liga para la Emancipación Intelectual de la Mujer. Y en 1936 entró en el Congreso al morir el titular del escaño del que era suplente. Como diputada, luchó para reducir la jornada laboral, por un permiso de maternidad de tres meses y propuso la igualdad salarial, que ahora es una de las medidas estrella de la agenda parlamentaria feminista.

Hubo que esperar a 2023 para que un presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, mencionara a su compatriota Lutz en el discurso inaugural de la asamblea general de la ONU, un privilegio que Brasil disfruta por ser grande y no alineado.

Poco a poco, va saliendo del olvido. Le hubiera gustado saber que en la actualidad Brasil desarrolla una política exterior feminista aunque el techo de cristal sigue ahí. Escasean las embajadoras en los puestos más golosos y nunca ha habido una canciller brasileña.

Aunque nunca se casó ni tuvo hijos, amó a hombres y mujeres, según su biógrafa. Parte de su archivo, que donó al Museo Nacional, se perdió en el espectacular incendio que en 2018 arrasó una de las grandes instituciones científicas de Brasil. Lutz gobernó su propia vida hasta el final. Ya octogenaria decidió ingresar en una residencia de ancianos de Río de Janeiro, donde falleció meses después tras dejar claro cómo quería ser despedida.

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