El feminismo contra el progreso



¿Es posible cuestionar la versión dominante de feminismo hoy? Y, más aún, ¿se puede hacer este ejercicio indagando en sus tensiones con el progreso aparentemente irrefutable que tal feminismo supone? En un nuevo 8 de marzo, ambas preguntas pueden contestarse de modo afirmativo. Es, de hecho, el ejercicio que nos propone Mary Harrington en su libro Feminismo contra el progreso. Lejos de las miradas simplistas que proponen ciertos sectores, Harrington elabora una tesis aguda y provocadora: la liberación de la mujer no sería un resultado del progreso moral de la humanidad –si acaso algo así existe–, sino más bien un producto de la Revolución Industrial; marcado por ambigüedades y claroscuros, por avances pero también por costos que están lejos de ser marginales.

Se trata de una formulación valiente, toda vez que parece ser imposible confrontar el discurso feminista, que ha ganado tracción por buenos motivos, sin arriesgar funas o escraches que exceden la discusión política e intelectual razonada. Sin embargo, la apuesta de Harrington es valiosa porque permite reparar en realidades que hoy suelen ser pasadas por alto. Por ejemplo, al mostrar el estrecho vínculo entre avances materiales y emancipación femenina, podemos ver también los riesgos que apareja una cultura como la nuestra, en la cual el feminismo dominante va dejando de lado toda referencia a los cuerpos sexuados. Así, se podría ser mujer (u hombre) sin referencia alguna a las características biológicas que distinguen a estas dimensiones de la condición humana. Lejos de mirar el proceso con optimismo, Harrington nos alerta respecto de la preocupante transformación de nuestros cuerpos en meros legos de carne, partes disponibles para ser usadas por otros (lo cual, desde luego, será aprovechado después por el mercado de diversas maneras).

Es cierto: no es necesario ni correcto clasificar todas las características humanas como femeninas o masculinas. Sin embargo, el sexo tiene un impacto significativo en la forma en que mujeres y hombres experimentan el mundo, condicionando sus prioridades y lo que les beneficia.

Sería un grave error pensar que formular estas prevenciones implica transitar hacia un esquema donde la mujer no puede perseguir sus metas laborales o dejar de aspirar a una participación tan relevante como la del hombre en el espacio público. Las mujeres pueden superar ampliamente a los hombres en tareas como aquellas, y es indesmentible que muchas veces no han contado con herramientas, espacios u oportunidades, entre muchas otras cosas, para desplegar esos talentos.

Ahora bien, ese proceso de emancipatorio no viene sin costos. La expectativa de que la mujer se libere sexualmente desde temprana edad –que Harrington asocia a la expansión del sexo sin consecuencias posibilitado por el control de la natalidad– trae como contracara una postergación de la maternidad que a veces se torna permanente (y esto se cuenta entre una de las múltiples causas de la disminución de la tasa de fecundidad, que hemos explorado en otro texto, y que tiene importantes consecuencias para la sociedad completa). Por otra parte, la necesidad de estar disponible lo más rápido que se pueda para retornar al mercado laboral termina obligando a muchas mujeres a dejar a sus hijos por largas jornadas en espacios de cuidado.

No se trata de criticar a quienes lo hacen, pues hay motivos fundados para requerir de soluciones de este tipo, sino más bien de comprender que hay algo importante que se pierde en el camino, algo que muchas veces no puede ser reemplazado. Quien gana, en último término, es el mercado. Esto debiera hacer pensar a las feministas que se identifican con la izquierda política, muchas de las cuales apoyan al Gobierno vigente.

Quiero insistir en que nada de lo dicho hasta ahora implica retomar formas de violencia inaceptables contra las mujeres, ni romantizar las circunstancias previas a la Revolución Industrial. Por el contrario, es urgente visibilizarlas y corregirlas. Pero la urgencia de un cambio no nos puede hacer aceptar todas las premisas antropológicas ni las consecuencias políticas del feminismo dominante. El volverse mainstream no lo vuelve inmune a la crítica ni a la examinación acuciosa. Menos cuando trae consecuencias tan importantes para la organización de los asuntos comunes. De ahí que opiniones como la de Harrington vengan a nutrir un debate que a ratos pareciera olvidarse en favor de avanzar sin transar ni parar. No parece ser aconsejable seguir ese camino. Más bien, un examen reflexivo y pausado, que permita contrastar el feminismo con una pluralidad de fuentes, que incluyan la experiencia real y concreta de mujeres y hombres, parece ser más conveniente. Ojalá la advertencia que formula Harrington no caiga en saco roto.

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