Inés Amor, la mano diplomática que puso en el mundo el arte mexicano del siglo XX


Inés Amor en una foto sin datar.
Inés Amor en una foto sin datar.GALERÍA DE ARTE MEXICANO

Las mujeres no tenían todavía derecho al voto en México cuando Carolina Amor fundó, el 7 de marzo de 1935, la primera galería dedicada en exclusiva al arte, la que recibió a Diego Rivera, Frida Kahlo, Rufino Tamayo, Leonora Carrington, Remedios Varo y mil más, la que puso la pintura mexicana en los circuitos artísticos del mundo, que entonces tenían su apogeo en Estados Unidos y París. Al año de su inauguración, pasó a dirigir aquella galería su hermana Inés Amor (1912-1980). Estaba en la misma casa que perdió la familia tras la revolución mexicana y que las hermanas tuvieron que recomprar a plazos. Este texto trata de Inés, una muchacha nacida en cuna de alta estirpe porfiriana, de salud frágil, bien formada en las artes y las letras, que tuvo que abandonar la vida de princesa reservada a las de su clase para dedicarse a trabajos profesionales como la docencia y el periodismo de crónica social. La famosa galería devolvió a las hermanas al mundo del glamur artístico, que ya no era el mismo que aquel que sujetaban los corsés porfirianos.

La potencia que es ahora México en el arte no se puede entender sin Inés Amor. Vendió y gestionó préstamos para las mejores exposiciones internacionales de la época y colaboró con el Gobierno mexicano en la creación de museos así como en la diplomacia cultural del país”, explica la historiadora del arte y escritora Eréndira Derbez, quien dedica a Inés Amor el primer capítulo de un libro editado por la UNAM sobre las gestoras artísticas mexicanas, titulado Agentas culturales del siglo XX. La describe como una mujer “de carácter firme y muy profesional, disciplinada”, que supo poner a cada quien en su sitio sin perder la sonrisa cuando aún no había cumplido siquiera los 30 años. Diego Rivera, ofuscado en su nacionalismo, se empeñó en que la sala debía llamarse Galería de Arte Mexicano (GAM) y lo logró, pero no consiguió deponer el empeño de Inés Amor por abrir sus puertas a artistas de otros países, de modo que los exiliados españoles, por ejemplo, pudieron colgar su obra en la casa. “Inés sabía lidiar con los enormes egos de aquellos artistas, que ya eran famosos, como Tamayo, Frida o Rivera, pero con la profesionalización de su arte les hizo ganar mucho más dinero”, dice Derbez. Juntó a todos en un espacio profesional, porque no vivían tan bien, “en realidad se andaban peleando por los contratos gubernamentales para pintar sus murales y otras obras”. Ella supo conciliar la discusión de su época entre lo figurativo y lo abstracto, corriente esta última que Rivera vilipendiaba como arte burgués y extranjerizante. Inés no solo abrió puertas, también ventanas.

Las pinturas de Diego y de Orozco eran llamadas monotes y generalmente aborrecidas por monstruosas y feas”, dijo la misma Inés Amor. De modo que ella se encargaría de ir torciendo el gusto de compradores y coleccionistas por los paisajes europeos para aventurarlos en otras percepciones estéticas más innovadoras. La promoción, exposición y venta del arte mexicano y otros en el mercado estadounidense fue un éxito. La lengua inglesa que la niña Inés aprendió sirvió para establecer relaciones de confianza y colocó sus obras en las ferias más relevantes del momento, como la Golden Gate International Exposition de San Francisco, en 1940, así como participar de intercambios entre galerías y museos de Filadelfia, Chicago, Brooklyn… A falta de fuertes instituciones públicas, Amor era requerida por el Gobierno mexicano para gestionar los préstamos y la selección de obras cuando el país sacaba su talento fuera de las fronteras, como aquella exposición sobre 20 siglos de Arte Mexicano celebrada en 1940 en el MoMA neoyorquino, donde se expuso por primera vez Las dos Fridas. México venía de la expropiación petrolera que soliviantó a los grandes patronos estadounidenses y vivía ahora la paz del buen vecino instaurada con Roosevelt. El arte ponía su parte para restañar el desencuentro entre ambos países y la mano de Inés Amor movía toda aquella diplomacia cultural. En plena guerra mundial, la galería supo aprovechar también el ansia de arte que los estadounidenses no podían satisfacer en Europa. México saltaba sus fronteras y superaba el muralismo dando cabida a nombres invisibilizados como María Izquierdo, Dolores Cueto o Angelina Beloff.

Semioculta bajo la figura de la poeta irreverente, alocada y espléndida que fue Pita Amor, su hermana Inés manejó los hilos culturales del país y recuperó parte de la fortuna perdida por la familia cuando la revolución zapatista arrebató a los hacendados de Morelos sus posesiones. Gracias a su bagaje cultural de clase alta, las hermanas supieron transitar con éxito del viejo al nuevo mundo, para disgusto de una madre aferrada a antiguas costumbres que execraban del trabajo público de las mujeres. Cuenta la historiadora Derbez que Inés Amor refugió a dos niños del exilio español en la galería porque la madre “no quería ver a comunistas en su casa”. Con el tiempo, la mujer limó sus posiciones y se sintió orgullosa del viaje del siglo XIX al XX que hicieron sus hijas, dice Derbez. La galería sigue existiendo, ya bajo la dirección del nieto de Inés, en una de las zonas de Ciudad de México famosa por sus establecimientos artísticos, la colonia San Miguel Chapultepec. Ahí se guarda el archivo de una mujer que vivió en la trastienda artística, sin la cual el arte mexicano no sería hoy el que es.

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