López Obrador y el pueblo. Nueva temporada | Opinión



El sexenio languidece y las ilusiones transformadoras se desvanecen. Poco de lo prometido habrá de lograrse. Los sueños del adolescente no se alcanzarán. Tampoco las ambiciones del luchador social. Su nombre no pasará a la historia como el de Madero, Cárdenas o héroes semejantes. Terminará estando a la altura de tantos otros con las mismas fallidas ilusiones, parecidas incontinencias y semejantes arrebatos. Los signos de las imposibilidades provienen de él mismo. El envío de un barco de la Armada para acreditar su propio libro, o la reproducción de los mismos sketches para ocultar lo evidente.

La obvia repetición de las actuaciones presidenciales no puede llevarnos a suponer que nada ha cambiado en ellas. Es verdad que la fuerza de lo dicho una y otra vez pudiera hacernos creer que todo es más de lo mismo, lo que impediría observar un cambio importante en los parlamentos y la condición del principalísimo actor. López Obrador acaba de echar mano de la “dignidad del presidente de México” para tratar de vencer en un diálogo. En el mismo tono y escenario sostuvo que su autoridad moral y política lo hace estar por encima de la ley en tanto representa a un país y a un pueblo que merece respeto.

Ya en otras ocasiones López Obrador había tenido desplantes de parecido calibre, como cuando, sin citarlo, hizo suyas las palabras de Jorge Eliécer Gaitán para hacernos saber que ya no se pertenecía a él mismo. Entiendo que en aquellos momentos el juego estaba colocado en un plano más bien retórico; aunque con él nunca se sabe. Fuera de toda duda, sin embargo, están las palabras sobre su dignidad por ser, ya no él como individuo, sino el representante de este país. López Obrador está queriendo respaldarse, o tal vez resguardarse, en una de las más grandes categorías materiales y simbólicas del pensamiento y de la práctica política.

A diferencia de quienes piensan que las palabras presidenciales y la entronización de su dignidad son delirios psicológicos, considero que se trata de la apuesta por colocar al pueblo con él, y a él con el pueblo, a fin de formar una unidad inseparable. Una composición en la cual sus posibles afectaciones personales en realidad constituyan una imputación a la totalidad de la población mexicana, de manera tal que lo dicho por él sea llevado al conjunto mismo.

En el languidecer de su presidencia, los reclamos y las responsabilidades se le acumulan a quien todavía hoy es presidente de la República. En ocho meses, esas responsabilidades y todas las reclamaciones le serán adscritas a Andrés Manuel López Obrador. Ya no al presidente de México. El giro lingüístico y escénico es entonces evidente. Desde hoy se está tratando de formar una amalgama para que, con o sin el cargo, los señalamientos a la persona de López Obrador sean entendidos como agravios al presidente de un país soberano y, por lo mismo, dignos de ser enfrentados por el pueblo que este llegó a representar.

Lejos de suponer que las palabras presidenciales provienen solamente de una condición psicológica, me parece que tienen un sentido preparatorio de lo que habrá de sobrevenir. Cuando en los próximos meses o años se diga que Andrés Manuel López Obrador hizo o dejó de hacer tal o cual cosa, tratará él de considerarla en una dimensión patriótica en la que no será su persona la ofendida o imputada, sino el pueblo que en algún momento representó, a fin de transformarlo en algo mejor. En algo que, ya nos lo ha dicho, no pudo ser, no por sus errores o limitaciones, sino porque una minoría se le opuso. Una minoría que, conforme al mismo guion, al oponerse a él en lo individual, quiso enfrentarse al pueblo de México por su conducto o por su persona. Pero no nos adelantemos. Esta será la tercera temporada, y apenas ha comenzado la segunda.

@JRCossio

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