La narcoviolencia estalla en Argentina



Tras el asesinato al azar de cuatro personas en un fin de semana, una amenaza de bomba que hizo evacuar su terminal de autobuses, y un derroche de mensajes intimidatorios y amenazas que dejó la ciudad sin escuelas ni apenas transporte público durante un par de días, Rosario intenta volver a la normalidad. La tercera urbe más grande de Argentina, una ciudad portuaria de algo más de un millón de habitantes a 300 kilómetros de Buenos Aires, ha vuelto al foco por la violencia desatada por los grupos que desde hace años se disputan el control del narcomenudeo en sus periferias y que han llevado su violencia al centro para desafiar la mano dura en las cárceles del presidente Javier Milei y el gobernador de la provincia de Santa Fe, Maximiliano Pullaro.

Los asesinatos de Bruno Bussanich, de 25 años, trabajador de una gasolinera en el oeste de la ciudad al que le disparó un sicario, los taxistas Héctor Figueroa y Diego Celentano, de 43 y 32 años, ambos emboscados a balazos en el sur de la ciudad, y el chófer Marco Daloia, de 39, quien agonizó 72 horas antes de morir por el tiro de otro sicario que se subió al autobús que conducía, paralizaron la ciudad durante días. El lunes, Rosario amaneció sin clases en las escuelas, comercios cerrados, sin transporte público, e incluso con los recolectores de residuos en huelga después de que el conductor de un camión recolector fuera amenazado mientras trabajaban en el oeste de la ciudad. La respuesta política ha sido un despliegue de fuerzas de seguridad que han inundado la ciudad: el Gobierno de Milei ha distribuido a las fuerzas federales –desde la Gendarmería hasta la Prefectura Naval o la policía aeroportuaria– en los barrios bajos del sur, oeste y norte de Rosario, mientras las Fuerzas Armadas envían como apoyo un convoy de al menos una veintena de camionetas y helicópteros militares, y la policía local hace guardia en el centro de la ciudad.

El jueves, bajo una lluvia torrencial, decenas de policías guardaban desde el amanecer la terminal de ómnibus Mariano Moreno, pegada al centro de Rosario, donde el martes por la mañana fueron detenidos dos hombres acusados de haber hecho un llamado con la falsa amenaza de bomba que obligó a evacuar la terminal. Las escuelas reabrieron el miércoles, los taxistas volvieron a salir solo a la luz del día, y el centro de la ciudad volvió a abrir sus comercios. El miedo, sin embargo, no acabó. “Si la terminal abre… bueno, me toca seguir viniendo a trabajar. Acá lo único que pasó es que el miércoles terminó viniendo más gente que se quería ir, con miedo a no poder salir después”, contaba el jueves por la mañana una joven que atiende uno de los cafés de la estación. No quiso dar su nombre, molesta también por el aluvión de prensa y curiosos que ha llamado una nueva ola de violencia.

Rosario es la ciudad más violenta de Argentina. Su tasa de homicidios, de 22 cada 100.000 habitantes, quintuplica el promedio nacional por la saña de la rivalidad entre las bandas criminales asociadas al narcomenudeo. Según un relevo de la organización civil Fundación de Investigaciones en Inteligencia Financiera (FININT), solo en Rosario se cometieron 250 homicidios en 2022 y 221 en 2023, con más de la mitad de ellos centrados en las zonas sur, oeste y norte, en barrios que comprenden apenas el 12% del territorio de la ciudad y que se disputan más de una decena de grupos criminales. La violencia en la ciudad sobrepasa el promedio nacional desde hace dos décadas, pero hasta ahora la mayoría de los asesinatos estuvieron vinculados a ajustes de cuentas entre las propias bandas. La excepción de estas últimas semanas ha desatado el pánico.

Argentina es sobre todo un país de tránsito en las rutas internacionales del narcotráfico. La elección de Rosario como base de operaciones tiene que ver con razones geoestratégicas. En un radio de 70 kilómetros alrededor de la ciudad, funcionan una treintena de puertos a la vera del río Paraná dedicados a exportaciones agroindustriales. Camuflados entre semejante volumen de transporte fluvial se ocultan también cargamentos de cocaína con destino a Europa y Asia. El millonario negocio encuentra también facilidades para el lavado de dinero en una ciudad donde también se mueven grandes sumas en negro en el pujante sector inmobiliario y la producción agropecuaria.

Las organizaciones a cargo de ese tráfico internacional son de bajo perfil, a diferencia de las atomizadas redes de narcomenudeo que pelean entre ellas y a las que se atribuyen gran parte de los más de 200 homicidios por año que se registran en la ciudad. La expansión de la violencia de los barrios marginales al centro ha sido progresiva y ha ido de la mano de la infiltración del narco en todos los poderes del Estado provincial: policías, fiscales, jueces y políticos han sido denunciados e investigados por la Justicia por sus presuntos vínculos con los criminales que aterrorizan la ciudad. Ha habido varias purgas de la cúpula policial santafesina, pero sus sucesores no han tardado en volver a levantar sospechas. La última condena fue hace solo un mes: los expolicías David Luciano Arellano y Marcos Barúa, quienes integraban la Agencia de investigación criminal, y fueron condenados a tres años de prisión efectiva por compartir información reservada con integrantes de la banda de Los Monos, la más temida de Rosario.

Los expertos subrayan que para combatir a los narcocriminales es necesaria una política integral, que incluya más recursos en inteligencia para detectar las fuerzas cooptadas por ellos, persiga el circuito financiero que usan para lavar dinero y promueva una mayor presencia del Estado en los barrios pobres donde las bandas captan a jóvenes para vender y transportar estupefacientes y/o como sicarios. “Los diferentes gobiernos en la provincia de Santa Fe dejaron que el narco ingresara por desidia, desinterés, falta de miedo y por corrupción. Fue transversal a todos los gobiernos”, asegura Jorge Luis Vidal, especialista en seguridad pública, inteligencia delictiva y lucha contra el narcotráfico. Vidal opina que “emparentar Rosario con El Salvador es una equivocación y tampoco es México porque los carteles mexicanos son infinitamente más violentos y hay una cultura narco mucho más antigua”.

A juicio de Vidal, la ciudad con la que Rosario guarda más semejanzas es Medellín, y recuerda que aunque el narco tuvo allí una fuerza imparable durante más de dos décadas y generó ríos de sangre, la tasa de homicidios es hoy inferior a la de Rosario, de 12 cada 100.000 habitantes, frente a los 22 cada 100.000 de la ciudad argentina. el experto señala que el cambio fue posible gracias a una estrategia de pacificación de la que por ahora carece Rosario. “Las fuerzas de seguridad no tienen que dedicarse a controlar vehículos como hacen ahora, sino que tienen que ir al terreno, pacificalo con órdenes de la justicia, desplazar al narco y meter todo el Estado: hacer escuelas, hospitales, bibliotecas, anfiteatros… para que todos esos adolescentes que tienen por delante el futuro de ser soldados del narco vean que pueden vivir sin el narco”, sentencia.

“Rosario es la ciudad más bonita de Argentina. Pero así ya no se puede vivir”, dice José C., jubilado de 87 años, que grafica la crisis de la ciudad con una anécdota: viudo, y con sus tres hijos ya fuera del hogar, se ha quedado solo en su casa del sur de la ciudad. “Me entraron a robar dos veces en el último año”, afirma. “La última vez venía de cobrar la jubilación y, por suerte, la escondí antes de volver a salir. Creo que alguno de los que está con la droga en el barrio sabía las horas en las que salía y me marcó, porque cuando volví no me dejaron ni el bronce de la chapa de la puerta”.

En Rosario conviven el hartazgo y un miedo creciente por la inseguridad con la impotencia ante la falta de soluciones. Lo expresó como pocos esta semana el futbolista de Rosario Central, Juan Cruz Komar, de 27 años. “En estos últimos años teníamos un elefante en la habitación, sabíamos que el problema estaba, pero se miraba de costado. Tuvo que pasar la situación de esta semana”, dijo en una conferencia tras un entrenamiento. Y se lanzó contra la última respuesta del Gobierno al crimen organizado: “Tiene que haber un compromiso de todos. No me parece que con un show represivo se pueda solucionar”.

Se refería, sin nombrarla, a la foto que desató la violencia la semana pasada, cuando el Gobierno local publicó en las redes una imagen que remitía a la exhibición de reos en las cárceles de El Salvador durante el régimen de excepción de Nayib Bukele. El régimen de escepcionalidad decretado por Bukele en marzo de 2022 ha resultado en el arresto de al menos 75.000 personas desde que se impuso para neutralizar a las pandillas del país centroamericano. El régimen policial salvadoreño le garantizó la reelección a Bukele con la popularidad por los cielos por controlar la inseguridad, pero ha levantado muchísimas denuncias de violaciones de derechos humanos por las detenciones arbitrarias, violaciones al debido proceso y las torturas y muertes en prisión. La ministra de Seguridad argentina, Patricia Bullrich ha elogiado muchas veces al presidente salvadoreño, y ha llegado a afirmar que recibirá “apoyo técnico” del Gobierno salvadoreño. Bukele la ha corrido por izquierda: ha afirmado que el problema de Argentina “no era tan grande” como el suyo y que, tal vez, no necesitaba “tomar medidas tan drásticas”. Según revelaba el diario Clarín esta semana, el ministro de Seguridad salvadoreño llamó a Bullrich esta semana para decirle que la foto había sido “un error muy grave”. “Solo lo podés hacer cuando las bandas ya están neutralizadas y tenés el control total de la calle”, le habría dicho.

Para la mexicana Cecilia González, autora de la investigación periodística Narcosur, la sombra del narcotráfico mexicano en la Argentina, Argentina se equivoca al declarar la guerra al narco y centrarse en un enfoque policial. “Esa estrategia, impuesta por Estados Unidos hace cinco décadas, no ha tenido ningún resultado positivo. Hoy hay más cárceles, más droga y más víctimas. Nadie va a terminar con el narco porque hay un sector de la sociedad que siempre va a consumir sustancias”, opina. González cree que la situación de Argentina no es ni de lejos la de México, que se enfrenta a una crisis humanitaria con más de 100.000 personas desaparecidas y donde hay estados tomados y dominados por el narco y la narcopolítica desde hace más de un siglo. Aún así, pese al respaldo popular que tienen los discursos de mano dura, cree que sería una gran equivocación involucrar a las Fuerzas Armadas en este combate. “El poder corruptor del narco es inmenso, es el crimen trasnacional más lucrativo. Si militarizan Rosario corromperán esas fuerzas y aumentará la violencia”, advierte.

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