Permisología y el falso dilema de la ‘Trampa 22′



Son muchas las imágenes que se han utilizado para retratar algunos de los sinsentidos de las burocracias contemporáneas y la impotencia que producen las interacciones cotidianas con ellas. Kafka las equiparó a laberintos o papeleos interminables, Zamiatin a estructuras jerárquicas absurdas y Huxley a barreras u obstáculos opresivos. La televisión y el cine también han contribuido a ese imaginario colectivo, a través de películas distópicas como Brazil o series memorables como Yes, Minister, The thick of it o Parks and Recreation. ¿Quién entre nosotros podría decir que no se ha sentido alguna vez en los zapatos del personaje Bombita de Relatos salvajes al enfrentarse al Estado?

Entre estas muchas imágenes, hay una que sigue siendo mi favorita: la Trampa 22. En su novela del mismo nombre, Joseph Heller ofrece un retrato mordaz de la irracionalidad administrativa y los absurdos burocráticos con los que debían lidiar los pilotos norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, muchas veces viéndose atrapados sin salida hasta terminar enloqueciendo. Los personajes de Heller saben que se enfrentan a la situación paradójica de no poder escapar a su destino trágico aún si las reglas administrativas les proporcionan una salida, ya que sus limitaciones o su aplicación contradictoria terminarán por atraparlos en un perpetuo laberinto burocrático.

Aunque no se reconozca explícitamente, el debate sobre permisología chilena parece estar atrapado en el mismo dilema de la Trampa 22. Existe un diagnóstico transversal sobre el efecto negativo que produce la caótica maraña de permisos regulatorios a los que están sujetos los proyectos de inversión. Los extensos plazos, la aplicación poco transparente y la incertidumbre que ellos involucran son un problema que han reconocido distintos gobiernos. Sus costos económicos son también cada vez más difíciles de desconocer. Como destacó recientemente la Comisión Marfán, la reducción de un tercio en los plazos de tramitación de estos permisos implicaría un aumento del PIB de 2,4% en 10 años, con una mayor recaudación anual promedio de 0,32%.

Pero a pesar de este diagnóstico y al mediocre desempeño económico del país, el Gobierno ha presentado una propuesta legislativa que no ofrece una salida al laberinto de la permisología. La llamada Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales dice tener por objeto agilizar y simplificar el otorgamiento de los permisos necesarios para el desarrollo proyecto de inversión, buscando con ello fomentar el desarrollo económico en el corto plazo. Sin embargo, en su propuesta legislativa el gobierno parece abrazar la paradoja retratada por la Trampa 22. Y es que más allá de la evaluación técnica que pueda merecer el proyecto de ley (que puede ser revisada aquí), la solución que se propone tiene como pilar central seguir condicionando el desarrollo de actividades económicas a un complejo régimen de permisos. Como sugiere con pesimismo David Graeber, esta propuesta parece aceptar también que, ante la complejidad de las sociedades modernas, debemos resignarnos a navegar en una inevitable incertidumbre burocrática.

Es cierto que se avanza en ordenar el caótico y fragmentado sistema de permisos, pero no así en su simplificación. No se sustituye el paradigma existente por un régimen de control basado en el riesgo de la actividad económica que busca desarrollarse ni se avanza con audacia en el uso de técnicas regulatorias alternativas como declaraciones juradas o comunicaciones. Tampoco se fortalecen las capacidades de los órganos reguladores en la tramitación de permisos o la coordinación institucional que su otorgamiento muchas veces requiere. Menos aún se ofrece una solución para agilizar la tramitación de muchos permisos prioritarios para la inversión que todavía aguardan una respuesta del Estado.

Matices más, matices menos, el desarrollo de proyectos de inversión sigue estando entregado en la propuesta legislativa al otorgamiento de una multiplicidad de permisos por parte de autoridades dotadas de una amplia discrecionalidad, respecto de las cuales no se avanza en fortalecer su autonomía técnica. De aprobarse así esta propuesta, quienes deseen invertir en Chile seguirán viéndose enfrentados a algunos de los dilemas retratados por la Trampa 22. No debemos olvidar que entre quienes integran la OCDE, Chile es uno de los países que presenta una mayor complejidad en la tramitación de los permisos regulatorios.

Si lo anterior no fuera poco, la iniciativa del gobierno contrasta además con los esfuerzos considerables que en la última década han emprendido muchos países en la simplificación de sus sistemas de permisos. La experiencia de Estados Unidos, España o Portugal son reveladoras del pragmatismo que caracteriza estos intentos de modernización regulatoria a nivel comparado y evidencian la falta de audacia chilena para avanzar hacia soluciones estructurales.

Como resultado, el laberinto regulatorio que seguirá caracterizando nuestra permisología parece olvidar otro dilema todavía más importante al que nos enfrentamos como país: la ausencia de incentivos para invertir en Chile. La libre circulación de capitales que supone la globalización que tanto nos ha beneficiado por décadas conlleva a que irremediablemente no seamos más que uno de los muchos posibles destinos para los inversionistas. Porque cualesquiera sean las justificaciones que busquen explicar nuestra complejidad burocrática, ellas no eximen que la permisología a nivel internacional sea simplemente una barrera de entrada al mercado chileno. Si realmente se busca fomentar el crecimiento económico, parece entonces necesario sincerar que cualquier solución a este problema demanda negar la posibilidad de la Trampa 22 como un dilema burocrático sin escape.

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