Una fe que el agua confirma


Diego Zuñiga, escritor
El escritor Diego Zuñiga.CORTESÍA

Junto al teclado con el que escribo esta nueva entrega de nuestras Letras está uno de los libros que más he releído y uno de los tantos amuletos que poseo: lo conseguí hace muchos años, en el desierto.

Es, el amuleto, una pequeña probeta de cristal, parecida a esas que utilizan los sanitarios cuando nos sacan sangre para llevar a cabo algún estudio. Dentro de mi probeta, por supuesto, lo que hay no es rojo ni es tampoco líquido: en total, son siete piedras diminutas que bien podrían ser confundidas con granos de elote bañados en plomo o con implantes dentales de reguetonero.

Pero ya llegaremos luego a mi amuleto. Antes quiero hablar del libro que también puse a un lado del teclado y al que volví, esta vez, apenas terminé de leer Tierra de campeones, la novela más reciente de Diego Zúñiga, con la que nos despedimos del sur del sur a lo grande, pues se trata, en mexicano claro, de un pinche librazo pocasumadre. Dije, sin embargo, que antes hablaría de ese otro libro que tengo aquí a mi lado, es decir, las Confesiones de Tolstoi.

Una elucubración, un balbuceo

A estas alturas del partido, me costaría mucho creer que exista un lector —sobre todo si se trata de uno que se suscribe a una newsletter sobre libros— que no haya leído o no sepa de qué van las Confesiones del viejo ruso, a quien refiero así no porque la imagen que tengamos de él sea la de una barba blanca interminable, sino porque se confesó más cerca de la tercera edad que de la segunda. Como la excepción, sin embargo, también otorga sentido, igual les recuerdo que la primera parte de ese libro es un recuento genial, brillante e hilarante sobre las decepciones que la vida le depara a aquel que, en un momento determinado, se pregunta: ¿para qué?

Y todo esto… ¿para qué? Así, insisto, se puede resumir el conflicto existencial que lleva a Tolstoi a examinar su vida a través de todo aquello a lo que alguna vez quiso aferrarse, con el objetivo de justificar su existencia, pero que terminó multiplicando sus angustias, pues nada parecía acercarlo a la respuesta que necesitaba. Y es que, para él, ni la literatura ni la ciencia ni las matemáticas ni la filosofía sirvieron para responder a aquello que no puede resolverse racionalmente, pues la consecuencia sería el suicidio; esa cuestión, pues, a la que, comprende también Tolstoi, sólo puede responderse desde el surgimiento de una fe. Y es acá a donde quería llegar, pues, aunque no comparto la fe que eligió Tolstoi, llevo semanas, sino meses, convencido de que el viejo ruso tiene razón en que la respuesta al “para qué” está en la aparición de una cierta fe.

Quiero decir —además de corregirme, pues a donde quería llegar no era a lo que acabo de escribir, sino a lo que sigue— que, desde hace meses, tras aceptar aquello de la fe, aunque intuía cuál era la mía, no fue sino hasta que terminé de leer Tierra de campeones, durante esos segundos en los que una novela con la fuerza de la de Zúñiga arrejunta el recuerdo de sus estremecimientos y sus asombros para cachetearte desde la forma y el fondo, en ese instante, quiero decir, en que lo evidente se mezcla con lo sugerido y acontece ese estallido silencioso que fulgura entre el lector y aquello que no podía contarse de un modo mejor, que la palabra que mi fe venía masticando —como el personaje de Beckett mastica sus piedritas— se reafirmó: narración.

Tierra de una fe

¿Se puede decir algo más de una novela? Quiero decir: ¿se puede añadir algo más a esto?: Tierra de campeones es capaz de hacerte comprender o terminar de aceptar, eso es, en realidad, terminar de aceptar de una vez por todas que la fe que necesitas ante ese agotador “para qué” y, por lo tanto, para seguir aguantando, no es otra que la convicción de que el poder del contar es único, que el saber elegir qué y cómo devolver al mundo una historia, dando con el modo que esa historia requiere, así como con las herramientas, el punto de vista y el lenguaje que necesita, es más que suficiente para aguantar todo lo demás.

Honestamente, creo que no. Es decir, no me parece que haga falta nada más. Pero acá no solo se trata de mi fe, también se trata de que ustedes lean la novela de Zúñiga. Por eso, para terminarlos de convencer, quizá deba decir que Tierra de campeones cuenta la historia de un niño que nace en mitad del monte y que termina, contra todo pronóstico, tras aceptar que sólo puede ser bajo el agua, convirtiéndose en el mejor cazador submarinista del planeta.

Eso, claro, es lo evidente, porque lo que es menos evidente, pero también nos es contado de forma soberbia, es el quiebre de un país —el país en el que ese niño nace, crece y se vuelve hombre— en el instante en que su historia se dobla.

Antes de acabar, una cosa más: al salir de las aguas en las que el Chungungo se sumerge y ver las consecuencias del quiebre de su país —también esto me dejó la narración—, mi amuleto, del que empecé hablando acá, ya no era tal.

Y es que los siete granos que contenía mi pequeña probeta de cristal, esos que había recogido en Campo de meteoritos, Chile, perdieron todo su encanto.

Pero ¿por qué perdieron su encanto esas piedras espaciales? Para saberlo, deberán leer a Zúñiga.

Adelanto, eso sí, que esos pedazos de universo fueron tocados por la muerte.

Coordenadas

Tierra de campeones fue publicado por Literatura Random House.

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